La encrucijada ética del multiculturalismo en la aldea global.

Rafael Aguilera Portales*

El etnocentrismo descansa en una actitud psicológica antigua, que aparece en nosotros ante una situación inesperada, consiste en repudiar las formas culturales que son diferentes y alejadas de otros más cercanos y con los cuales nos identificamos. Los griegos hablaban de “bárbaro” a todo el que fuese extranjero, mientras que nuestra civilización occidental utilizó el término “salvaje”.

Cuando nos enfrentamos al problema del etnocentrismo, estamos obligados a partir del hecho histórico es que el hombre occidental se ha lanzado a la conquista de las culturas, dejando tras de sí un reguero de violencia y de muerte: de la aniquilación de las civilizaciones pre-colombinas a la eliminación sistemática de los indios de Norteamerica, de la trata de negros al exterminio, aún vigente, de los indios de la Amazonas y del Mato Grosso. Occidente, por tanto, se está imponiendo como una locomotora dirigida a homogeneizar todas las diferencias culturales. Y como ha advertido Lévi-Strauss, la humanidad actualmente parece cristalizarse en una monocultura.

El peso del etnocentrismo se puede ver de forma patente, también en la construcción intelectual de la Historia. El historiador europeo antepone la historia de Occidente a la del resto del mundo, la historia de Europa a la historia de Occidente, y la historia nacional a la historia de los vecinos. Ante la cual surgió una nueva ciencia social como la antropología que pretende conocer la historia no desde la visión de los vencedores, sino desde el conocimiento etnográfico de los vencidos. En este sentido, la etnografía pretende desistir y superar el discurso eurocéntrico del colonizador para dar prioridad a la visión de los vencidos.

Desde esta perspectiva, la antropología se ha ocupado de la variedad de formas de vida de los humanos, captando la particularidad, la idiosincrasia, la inconmensurabilidad de cada cultura. Pero recientemente, el antropólogo Clifford Geertz, ve como la variedad (diversidad cultural) se está difuminando y se  está convirtiendo en un pálido y reducido espectro. Existe un proceso de difuminación de contrastes culturales. “vivimos cada vez más en medio de un enorme collage […] el mundo está empezando a parecerse más uno de sus puntos locales a un bazar kuwití que a un club de gentleman inglés”. (Geertz 1996: 56)

La diversidad cultural, por tanto, no se encuentra en espacios lejanos, sino en nuestra propia aldea, nos encontramos inmersos en una época de mestizaje y mezcla de diversidades, somos el resultado y producto de un enorme collage. 

Ante este proceso de difuminación surge un problema de gran transcendencia sobre el futuro del etnocentrismo, cuestión amplia a la vez moral, estética, y cognitiva. Normalmente, entendemos por etnocentrismo aquella actitud de un grupo, que consiste en atribuirse un puesto central con respecto a los otros grupos, en valorar positivamente sus propias realizaciones y particularidades, frente a los otros, los diferentes. Podemos decir, en cierto grado, que todos los grupos sociales y culturales son etnocéntricos. Por lo que el etnocentrismo es un sociocentrismo cultural, referido a un grupo humano en cuanto definido por su cultura, o bien a un área cultural (por ejemplo, Europa, o el Islam). Formamos parte de una subjetividad social, etnocéntrica mayor que nuestra propia subjetividad. Así pues, el etnocentrismo tiene dos vertientes, por un lado es positivo porque mantiene la cohesión social del grupo y la lealtad de los miembros a ciertos principios. Y en segundo lugar un cierto etnocentrismo radical puede conducirnos a actitudes y fenómenos como el nacionalismo, el racismo o clasismo social.

El etnocentrismo de Lévi-Strauss no defiende la superioridad de nuestra cultura y civilización tecnocientífica sobre otras, y califica esta posición de “canibilismo intelectual”, consistente en que fuera de la propia cultura no hay más que “barbarie”. Para él, éste es precisamente el punto de vista de los bárbaros.

"El bárbaro es sobre todo el hombre que cree en la barbarie[.] y cree poder hacer legítimamente violencia al prójimo basándose en sus propias justas creencias"  (Lévi-Strauss: 1993, 165)

Rousseau puso los cimientos de la etnología contemporánea, mediante su consideración del hombre civilizado como “desnaturalizado”. Levi Strauss, el famoso antropólogo francés nos dice que cuando un etnógrafo o etnólogo estudia las civilizaciones salvajes, entonces cuestiona y relativiza el  progreso y la supuesta superioridad de la civilización occidental, mostrando sus contradicciones, ambivalencias y verdadero antiprogreso (destrucción ecológica). Generalmente, juzgamos al resto de  sociedades desde criterios de nuestra civilización occidental; llamamos salvaje al que no comparte nuestra civilización, y primitivo al que no sigue nuestras pautas culturales, pero esto es un etnocentrismo que no reconoce la enorme riqueza de la pluralidad y la diversidad cultural. En este sentido, cuestiona el evolucionismo cultural que valora la civilización occidental como “más avanzada” frente a los grupos primitivos; y piensa que el pensamiento salvaje posee la misma complejidad estructural que nuestro pensamiento civilizado, o sea que un mito primitivo no es menos lógico que las ciencias del siglo XX. Este antievolucionismo le condujo a negar cualquier posibilidad de explicación unificada de la historia.

En 1971, la UNESCO le invitó para inaugurar el “Año Inernacional de la lucha contra el racismo y la discriminación racial”. En dicha ocasión, Lévi-Strauss defendió un etnocentrismo natural y consustancial a nuestra propia dinámica como especie.

El etnocentrismo, para Levi Strauss, no es algo malo en sí mismo, sino que al menos en la medida que se nos vaya de las manos, es más bien incluso bueno.  Incluso piensa que no es del todo reprochable colocar una manera de vivir o de pensar por encima de todas las demás o el sentirse poco atraídos por otros valores.

"Esta diversidad resulta del deseo de cada cultura de resistirse a las culturas que la rodean, de distinguirse de ellas. Las culturas para no perecer frente a los otros deben permanecer de alguna manera impermeable." (Lévi-Strauss 1971: 67) 2

Lévi-Strauss trata de algún modo de prevenirnos de que la globalización y la intensidad de las comunicaciones pueden ir destruyendo progresivamente las identidades culturales de cada pueblo. Desde esta perspectiva, necesitamos un cierto grado de aislamiento para las culturas y un derecho a la diferencia.

Caminamos hacia una civilización mundial, destructora de esos viejos particularismos en los que reside el valor de cada cultura.

Lévi-Straus no está negando un cierto grado de acercamiento, pero también la necesidad de poner barreras y distancias interculturales, si queremos mantener la diversidad cultural. Por tanto, son tan perjudiciales la ausencia como el exceso de comunicación. Cuando se pasa un cierto límite, la comunicación puede convertirse en homogeneización o uniformidad.

Todorov también nos advierte de este peligro potencial que conlleva la globalización: “Una humanidad que ha descubierto la comunicación universal va a ser más homogénea que una humanidad que nos sabía de ella; esto quiere decir que se suprimirán todas las diferencias. Suponerlo así implica que las sociedades sean simplemente el fruto de la ignorancia mutua […]

(Todorov 1991: 95)

La antropología socio-cultural es particularmente sensible a las diferencias culturales, aunque tiene que plantearse  también como defender y desarrollar la igualdad ética entre este nuevo pluralismo. El problema que se plantea, por tanto, es cómo conciliar la divesidad cultural con un marco mínimo común ético, que promueva y respete los derechos humanos. El objetivo, por tanto, de la antropologia no es ofrecer relatos autocomplacientes y ombliguistas, sino ayudar a “vernos, tanto a nosotros mismos, como a cuaquier otro, arrojados en medio de un mundo lleno de indelebles extrañezas de las que no podemos librarnos” ( Geertz 1996: 56)

Para Clifford Geertz esta postura nos conduce inexorablemente a un relativismo cultural radical difícilmente superable, por lo que se situaría en una posición moderada entre el particularismo y el universalismo.

El relativismo cultural, según él, nos lleva a un narcisismo autocomplaciente y una cierta autocentricidad cultural que conducen a una entropía moral. ”No todo el mundo -sikhs, socialistas, positivistas, irlandeses - va a acabar concordando respecto a qué es decente y qué no es decente, qué es justo y qué no es justo, qué es razonable y qué no los es; ni pronto, ni tal vez nunca.” ( Geertz :1996: 89)

Clifford Geertz defiende la idea de que el mundo se encamina hacia un acuerdo universal sobre asuntos fundamentales. Sin embargo, para Richard Rorty es preferible ser “francamente etnocéntrico” y asumir que no “podemos salir de nuestra piel” para acceder al mundo de la razón y la universalidad. Admitir que somos como somos en virtud de resultados de ciertas evoluciones

contingentes, pero que creemos que nuestras formas de vida son

preferibles a otras formas de vida alternativas. En lugar de “venderles” la idea que nosotros nos hallamos más cerca de la racionalidad y de la justicia (y ellos se hallan “retrasados” respecto de nosotros o les falta algo esencial que nosotros poseemos.

Clifford califica la posición de Rorty de “una rendición apresurada al bienestar de ser simplemente nosotros mismos, cultivando la sordera  y maximizando nuestra gratitud por no haber nacido vándalo, o ik.” (.Esta visión etnocentrista del relativismo cultural esconde la afirmación implícita de decir:

!Qué suerte he tenido de no ser un hitita! ) ( Geertz: 1996: 45)

Y ve en ambas posiciones de Rorty y Lévi Strauss como caras de una misma moneda. Ambas opiniones acerca de la diversidad cultural llegan a la misma conclusión.

Para Clifford Geertz el mundo social no se divide en perspicuos “nosotros” con los que podemos simpatizar a pesar de las diferencias que tengamos con ellos, y enigmáticos “ellos” con los que no podemos simpatizar, por mucho que defendamos hasta la muerte su derecho a diferenciarse de nosotros.

Geertz ser situaría en una posición intermedia entre el universalismo procedimental vacío (cosmopolitismo sin contenido de la UNESCO) y  un relativismo cultural radical que nos conduce al etnocentrismo provinciano y paleto). Y defiende un relativismo moderado que no concluye en un escepticismo de la comprensión , ni en un pirroismo moral que imposibilitaría el desafío moral actual.

Muy a menudo, aprecia Rorty, los liberales pecamos de etnocentrismo cuando reaccionamos a los nazis, o a los fundamentalista con indignación o desprecio. Y con ello estamos ejemplificando la actitud que afirmamos detestar. Preferiríamos morir a ser etnocéntrico, pero el etnocentrismo es precisamente la convicción de que preferiríamos morir antes que compartir determinadas creencias. Entonces debemos preguntarnos ¿no es sólo nuestro liberalismo un sesgo cultural?

Nuestra comunidad no es una "mónada sin ventanas", antes bien

nuestra cultura liberal burguesa se enorgullece en agregar constantemente nuevas ventanas, de ampliar constantemente simpatías. Su sentido de valía moral se funda en su tolerancia de la diversidad. Entre los héroes que exaltan figuran quienes han extendido su capacidad de tolerancia y simpatía.

El etnocentrismo, que Rorty defiende, es un etnocentrismo moral  y político, que niega todo universalismo metafísico. Un etnocentrismo que aspira a ser fundamentalmente abierto a las alteridades. Un etnocentrismo inclusivo, cosmopolita, no exclusivo.

Este etnocentrismo moral, político y cultural nos lleva a ser solidarios con nuestros semejantes, con los que están dentro de unas estructuras socioculturales análogas. La solidaridad es pues,

la tarea de ampliar cada vez más el ámbito del “nosotros”, aunque estos últimos no sean de nuestra cultura  y utilicen un vocabulario final diferente al nuestro.

Pero para Rorty, esta tarea de inclusión en el nosotros tiene una base más emocional, más que racional lo que la alejaría de planteamientos más racionalistas como los de Rawls y Habermas.

En este sentido Rorty se aleja del planteamiento platónico y kantiano que fundamenta la moralidad en la racionalidad humana y descarta el fundamento material de la sentimentalidad. Para ello, sugiere que pensemos en la confianza y no en la obligación como la noción moral fundamental. Esto supone que la difusión de la cultura de los derechos humanos y de la solidaridad responde más a un “progreso de los sentimientos”, que a un mayor conocimiento de las exigencias de los principios morales.

La tarea de ampliación de nuestras lealtades supondría un transformación sentimental (basada en emociones, amor, amistad, confianza, empatía o solidaridad) destinada a posibilitar un verdadero encuentro de las diferencias culturales.

Rorty niega y se defiende de la acusación de que su posición sea tachada de relativismo cultural. El entiende por relativismo que cualquier perspectiva moral y política es tan buena como cualquier otra. Pero, cree firmemente que nuestro punto de vista moral es mucho mejor que ninguna visión alternativa. Califica su postura de etnocentrista; pero nunca de relativista.

La idea importante es que pese a la diversidad cultural podemos encontrar atractivo el ideal liberal occidental de justicia procedimental. La ventaja del liberalismo postmoderno es que al recomendar este ideal no se está recomendando una concepción filosófica, ni una concepción de la naturaleza humana, o del significado de la vida humana, a los representantes de otras culturas. Geertz tiene miedo de que si la reacción etnocentrista va demasiado lejos nos limitaremos a concebir las comunidades humanas como “mónadas semánticas casi sin ventanas”.

Para Rorty el instrumento de nuestra sociedad para resolver lo que Geertz denomina “cuestiones sociales críticas centradas alrededor de la diversidad cultural” consiste en tener a mano muchas especialistas del amor y especialistas de la diversidad. Nuestra sociedad ha renunciado tácitamente a la idea de que la teología o la filosofía van a proporcionar reglas para resolver estas cuestiones. En los últimos siglos el progreso moral se debe gracias a los especialistas de la particularidad, no de la generalidad (filósofos, teólogos, ect..). Especialistas de lo concreto y lo local, como historiadores, novelistas, etnógrafos, periodistas, ect…. Los especialistas de la universalidad como filósofos y teólogos en la formulación de principios morales generales han sido menos útiles para el desarrollo de las instituciones liberales que la expansión de la imaginación.

Rorty realiza una terapia filosófica cultural. Esta terapia insta al liberal a tomarse en serio el hecho de que los ideales de justicia procedimental y de igualdad humana son valores locales y ligados  a nuestra cultura. Son realizaciones culturales de carácter grupal, reciente, excéntrico y a reconocer que no por ello pierden valor. La democracia liberal occidental es fruto y producto de azares de nuestra historia. Es el código moral, que nosotros, miembros de una sociedad liberal tenemos que reformar paulatinamente.

Rorty parte de la premisa de que hemos sido aculturados. Nuestra aculturación es lo que hace ciertas opciones vivas, importantes o forzosas, volviendo otras muertas, triviales o opcionales. Nuestra

mejor oportunidad para superar nuestra aculturación es educarnos en una cultura que se enorgullezca de no ser monolítica, de su tolerancia a la pluralidad de subculturas y de su disposición a escuchar a las culturas vecinas. De aquí, su etnocentrismo “nosotros”. Rorty se identifica plenamente con la cultura sociopolítica del liberalismo diciendo cosas como “nuestra cultura”, “nosotros los liberales”…..

Notas

1 Por eso, mucho me temo que las interpretaciones estáticas de la cultura resultan problemáticas, tales como la idea de Lévi-Strauss, según el cual la civilización mundial es una coalición de las culturas que preservan su originalidad; es una idea que reniega del dinamismo de la cultura, y sobre todo, de una de las consecuencias de ese dinamismo: la inexistencia de culturas aisladas, del mismo modo que no existe una única cultura mundial.

2 La homogeneización rortiana del “nosotros” elude las dimensiones conflictivas de la luchas por el reconocimiento y la adquisición de la identidad. La política se reduce a ingeniería social y erradica la perspectiva crítica necesaria para el evaluación normativa de lo que es mejor y es peor. Igualmente la idea de autonomía deja a los individuos desprendidos de su matriz política e intersubjetiva. Su defensa a ultranza de los principios de libertad individual hace que Rorty defienda la estricta separación entre la vida pública y la privada. Como apunta R. del Aguila, “el insuficiente tratamiento rortiano del nosotros es quizá uno de los puntos más débiles de su pragmatismo. Su ya aludida ingenuidad al ver en el nosotros el producto de una sola tradición, aproblematiza precisamente las decisiones más trágicas a las que nos vemos forzados en el seno de nuestra cultura occidental.”( Del Aguila, Rafael: “El caballero pragmático: Richard Rorty o el liberalismo de rostro humano” en Isegoría nº8, 1993, pp26-48, p.85 ).

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* Profesor de Filosofía del I.E.S. “Ramón y Cajal”. Doctor en Filosofía por la Universidad de Málaga (España).




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