La reinvención cosmopolita de la autenticidad-.

La modernidad o la lógica de la producción-.

Es bien sabido por todos que no habría turismo sin viaje, si bien el turismo ha sido normalmente considerado por las elites sociales e intelectuales como el más burdo de los viajes. Es posible que esta mala fama que inicialmente tenía esta modalidad de ocio, que tendió a masificarse a medida que eso que ha venido en llamarse mundialización y/o globalización facilitaba esa interconexión rápida y barata entre mundos, tuviese que ver con que sus retractores debían justificar un sentido práctico de su ociosidad. En ese tiempo –utilizado en nuestro relato como mito de origen- unas identidades construidas en relación a la propiedad y los estatus sociolaborales -las aludidas distinciones de clase - impedían que el tiempo de no trabajo, considerado según los cánones de la moral puritana como de ociosidad en tanto no productivo, entrase dentro de los circuitos de mercantilización capitalista.

El trabajo, sea en la lógica protestante de Weber, la división social del trabajo de Durkheim, o como pivote de la cosmovisión capitalista según Marx, era la dimensión fundamental sobre la que se establecía la relación entre las identidades individuales y el orden social general. Estas sociologías, en tanto continuadoras de los planteamientos ilustrados que hicieron del dominio sobre la naturaleza el principal a priori del orden moderno, habían mistificado a la producción -y al trabajo como su componente fundamental- como la dimensión principal de la civilización de la que formaban parte. Las distinciones de clase, por tanto, eran una metáfora de la dicotomía misma entre civilización y naturaleza, en que el proletariado devenía la negación misma de la humanidad – o ilustraban la naturaleza o animalidad misma de éste- en tanto no devenía sujeto y objeto de sus propias acciones y escapaba a esa lógica continuista de la civilización [1] .

El ocio, por tanto, parecía contrario a esa lógica de control tanto intelectual como físico que conllevaban los ideales racionalistas de dominio y transformación de la naturaleza. En el caso del proletariado, según los estereotipos del materialismo más clásico, ese tiempo de no producción era un tiempo de reposición energética que posibilitaba la reproducción de la mano de obra requerida por el capitalismo. Un tiempo ligado a la naturaleza, a la reproducción físico-energética del proletariado, a la sociabilidad, la familia, o todo aquello que desde el prisma moderno de civilización quedaba al margen de aquello que pudiese proyectar identidad social, de aquello que convirtiese al individuo en un ser social,  útil al interés general.  El tiempo libre, el ocio, era visto, en términos marxistas, como una válvula de escape que permitía la reproducción del orden social. En este sentido, las sociologías clásicas –Marx, Durkheim y Weber- condensaban las premisas modernas que históricamente hacían de la producción y el consumo dimensiones claramente diferenciadas, reproduciendo la distancia entre lo público y lo privado, la naturaleza y lo social, y quedando el interés del analista social centrado en la organización de la producción.

 

Desde  hace unos años – y principalmente desde los años sesenta del siglo pasado- existen numerosos autores que anuncian el fin de ese orden moderno y con él todo ese énfasis materialista, continuista y controlador (racionalista) que lo caracterizó y la llegada de un nuevo orden social. Aunque no es mi intención entrar en la polémica entorno a si se trata de un orden post-moderno o si bien se trata de una radicalización de determinados axiomas del orden moderno, lo cierto es que no pueden obviarse las consecuencias que algunos de estos cambios sociales, apuntados por los llamados postmodernos, han tenido sobre el ocio y el consumo en particular, y sobre el turismo en general. En primer lugar, no podremos negar que el capitalismo ha ampliado sus coordenadas espacio-temporales de colonización. Esa apropiación de energía por parte del capitalismo que en la perspectiva de los marxistas iba depauperando al proletario en su interacción alienante con el mundo también parece haber alcanzado la esfera del consumo, reintroduciéndolo dentro de un sistema cerrado. Metamorfoseando los planteamientos ecológicos sistémicos el ocio se ha convertido en el principal sector productivo del planeta. Pensemos en un motor mecánico clásico, el cual consume combustible –energía- para realizar un trabajo x, en ese espacio de transformación pierde energía en forma de calor. Esta idea que en principio, según los ecologistas que critican el capitalismo impide la reproducción del ecosistema y la continuidad de la vida, definiría al neo-capitalismo. Esa energía que se disipa –el calor como tiempo libre orientado a la reproducción física del proletariado- es reciclada por el orden capitalista comercializando el tiempo libre.

 

El tiempo, que según la teoría social moderna sólo podía ser llenado mediante trabajo, ha perdido su autonomía en el horizonte de un capitalismo global que hace del mundo una utopía lista para ser consumida por las expectativas de clientes-tipo. Posiblemente esto se deba a que el tiempo –signo del progreso o avance continuista civilizatorio- pierda importancia como variable independiente ante el espacio, o bien sea reinventado como tradición, pero ligado al énfasis en el marcaje o definición de fronteras y territorios que ya no son necesarios para el sistema capitalista [2] . El tiempo, o el progreso sobre el que se dibujaba, pasa de ser un símbolo de dominación, de control sobre la naturaleza y sus habitantes –y no deberíamos olvidar la relación entre el colonialismo y sus primitivos, así como la coincidencia entre el cuestionamiento del pensamiento moderno y los procesos de descolonización-, a convertirse en una variable dependiente de lo local. La Historia –el progreso y su dominio sobre la naturaleza- pierde su sentido moderno y reivindica esta misma alianza con la naturaleza como símbolo de autenticidad sobre lo global.

 

Podríamos decir que la modernidad y con ella su emblema, el tiempo, ha perecido por saturación al consolidar su meta venciendo al espacio, la naturaleza, la diferencia, o todo aquello que le había servido de referente externo sobre el que fundar su dominio. Desaparecida esta línea de distinción es necesario inventarse nuevas referencias sobre las que construir realidad, pero éstas ya no requerirán de esa distancia moderna establecida entre algo externo y interno, entorno a la naturaleza y la cultura. Por tanto, no estamos ante la revalorización del espacio o victoria de éste sobre el tiempo –de lo local sobre lo global como revival de esa tensión moderna entre la Historia (progreso) y la tradición-, sino ante la invención del orden moderno mismo como simulacro –sin referencias externas, reconstruido de forma perfecta desde dentro, desde sí mismo-, pero esta vez sometido a  subasta por el mercado. En el momento mismo en que la historia cede ante el mercado el espacio –lo local- únicamente puede estar ahí en tanto recreación de un imaginario que busca referentes en un mundo abierto –sin origen ni finalidad -. Encontramos así que los supuestos de antaño son las mercancías del ahora. La identidad, lo natural, el tiempo, la diferencia, la comunidad, etc, se han convertido en expectativas y deseos de sujetos que se someten a un proceso constante y efímero de reinvención de sí mismo a partir de los referentes que de manera personalizada encuentran en el mercado.

La identidad como consumo-.

La producción y el consumo han sido tradicionalmente esferas claramente separadas, no sólo en un sentido meramente epistemológico, sino incluso espacial y temporal. Eran, como hemos visto, metáforas del orden moderno mismo, en el que la distinción entre lo público y lo privado servía para visualizar las características de una nueva modalidad civilizatoria: la sociedad. Siguiendo a Durkheim podríamos decir que el concepto de sociedad se reinventa normativamente –institucionalmente- como espacio de solidaridad, de cohesión, pero cuya interdependencia funcional seguía ligada a la producción (división social del trabajo y especialización) y al mundo público. El espacio de la producción era también el espacio del tiempo histórico. El tiempo únicamente podía ser llenado por el trabajo, por la interacción transformadora de sí mismo, y es en este sentido en el que también fue mistificado por el pensamiento ilustrado como mecanismo a partir del cual el hombre podía liberarse de su componente natural, animal o irracional. El tiempo cuya materialidad o ser estuvo ligado inicialmente a Dios, es en el orden moderno un icono de libertad en función de su capacidad para transformarse a sí mismo y al mundo en este proceso de dominio “histórico” sobre la naturaleza. El tiempo libre y la subjetividad pertenecían a la esfera del consumo y estaban restringidas al espacio privado, al hogar, al tiempo no social o no productivo, y por tanto no eran susceptibles de dar identidad. Así, en este momento histórico, la ociosidad podría ser considerada por el pensamiento moderno como nada, efímera, carente de sustancia y por tanto negadora de identidad.

Esta reflexión filosófica creo que difícilmente podría ser sostenible para conversar con la cotidianidad que nos envuelve, ya que la identidad no estaría ligada ni a estructuras externas como la familia, la empresa o el Estado ni al trabajo, sino a la construcción singular mediante las que los sujetos se inventan así mismo a partir de lo que encuentran a su alcance. Es más, esta tendencia popularizada en la literatura sociológica como proceso de desinstitucionalización, implica nuevas modalidades de individualismo  y de identidad. La revalorización de la experimentación y los espacios relacionales hacen del ocio un marco propicio para la búsqueda de la identidad o la autenticidad. Identidad o autenticidad no ligada al reconocimiento de un modelo social preexistente sino a la experimentación de sí mismo. El trabajo es una dimensión más de la vida que se caracterizaría por la misma flexibilidad que el resto de dimensiones de la realidad social, en donde la precariedad (efemiridad) y la anteposición del sujeto sobre la empresa ilustran la consolidación de esta tendencia. Sin ánimo de entrar en demagogias aludiendo “al fin del trabajo”, y demás refranes académicos apocalípticos, lo que sí creo que permiten apuntar estas tendencias es en que hay que revisar toda la teoría social y en nuestro caso ésta en relación con el turismo, en que como fenómeno de masas pasa de ser algo periférico a convertirse en una “dimensión de análisis” fundamental para entender las nuevas formas de producción y consumo de identidades.  

Estas nuevas formas personalizadas de construcción de identidades conllevan la falta de necesidad de su reconocimiento –del individuo y sus atributos- en una instancia externa, en la sanción social como orden coercitivo y externo. Vemos así como esta distinción entre el ser y la nada debe ser re-conceptualizada de forma radical, y la nada vuelve a su rol original de potencial creador de identidades heteronómicas. Al igual que el lugar es primero cuestionado como físicamente existente, para luego ser identificado como espacio social de consenso y luego cruce de encuentros contingentes, la identidad sufre un proceso paralelo en el que el sujeto se inventa circunstancialmente así mismo, es decir, de manera diferente en función de las opciones de que disponga y sus intereses en un momento concreto. Identidades efímeras no tanto ligadas al progreso, al cosmopolitismo o la velocidad, dimensiones respresentadas por Walter Benjamín, Charles Baudelaire o los futuristas en su fe en un movimiento frenético que idealiza esa conquista del tiempo sobre el mundo, sino a un mercado que requiere para su reproducción una renovación modal constante.        

Acudiendo en mi ayuda a una de las últimas obras de Saramago, La caverna, las tendencias centrípetas del Centro anulan las distancias entre dentro y fuera del sistema, entre el mercado como regulador del espacio productivo y laboral y el mundo privado y familiar. El sistema reaprovecha sus márgenes energéticos, el tiempo de ocio, comercializándolo y reintroduciéndolo dentro de sus márgenes de beneficio. Como diría un intelectual populista: el ocio se ha convertido en un neg-ocio. Esta transición, que por qué no, puestos a viajar y hablar de viajes, pueden remitirnos al mismísimo Homero y a la civilización griega de su Ulises, ha llevado su tiempo y es algo más que una radicalización de la modernidad, al menos si atendemos a lo que pudiera implicar esta lógica circular del capitalismo y el desvanecimiento de esa distinción entre el espacio público y el privado. La frase anterior, “el negocio del ocio”, es la negación de la humanidad – o el sentido de la civilización judio-cristiana de matriz griega- en tanto convierte la plaza pública en mercado. La relación social pierde su sentido comunicativo en favor de la interacción económica, en donde la lógica instrumental y cuantitiva del mercado hace de los sujetos y sus identidades individuales valores de cambio.

 

El turismo, en este sentido, sería una modalidad más de comercializar ocio, si bien nos permite entrever mediante la noción de viaje las dimensiones sobre las que se sustentaría esta nueva civilización del capitalismo total. La noción de viaje mismo implicaría desplazamiento, movimiento, un local y un visitante –o un turista y un anfitrión según la jerga que utilizan los analistas sociales de fenómenos turísticos-, un referente o reclamo y un consumidor o cliente, una distancia, etc. Mi propuesta radica en exponer como estas relaciones que acabo de establecer mutan radicalmente según nos situemos en las formas clásicas o modernas de viaje y apropiación de los escenarios visitados o bien atendamos a eso que ha venido en llamarse globalización y que condensa nuevas formas de socialización o de construcción de sujetos y mecanismos de mediación del mundo, o de una manera más explícita, nuevos estilos de reconocimiento de la autenticidad. Para ilustrar estas relaciones tomaremos como referente dos marcos etnográficos: el Valle de Arán y el parque temático Universals Port Aventura.

Ambos escenarios se encuentran en España, y concretamente en la región de Cataluña, situada al nordeste de la Península Ibérica. El Valle de Arán está orientado hacia la cara norte de los Pirineos, y viene distinguido en las guías turísticas por la belleza de su paisaje natural, la riqueza de su gastronomía y sus peculiaridades histórico-culturales,  ya que debido a su posición estratégica –un enclave geográfico en la vertiente francesa de los Pirineos- esta zona se convirtió durante la edad media en puente militar continuamente en disputa entre los condados de ambos reinos (entonces el condado de Comenges y la Corona de Aragón),  quedando finalmente, por decisión de la población local (los araneses) bajo la jurisdicción de los condes de Barcelona y siendo en compensación premiados otorgándoles mayor autonomía política que al resto de las zonas circundantes, situación que se prolongó hasta mediados del siglo pasado –el referente político más similar quizás sería Andorra-, circunstancias históricas que en gran medida contribuyeron al mantenimiento de una lengua propia, el aranés – que es una variante de gascón que se habla en el sur de Francia-. Estos reclamos lo convierten en un importante foco de atracción turística. El otro escenario está situado en la costa dorada, en el litoral de Tarragona, y se caracteriza por ser el parque temático más grande de España, y si se llevan a cabo los proyectos previstos por la empresa, devendrá el mayor parque Europeo de este tipo. Además, y me parece un dato reseñable, la gestión del parque la lleva a cabo la multinacional americana de capital Japonés Universals Pictures, lo que nos permite visualizar mejor determinados rasgos de lo que ha venido a llamarse cultura del espectáculo –especialmente en Francia de la mano de Guy Debord y post-estructuralistas tipo Jean Baudrillard o Gilles Lipovetsky- o cultura del narcisismo –sobre todo por los críticos norteamericanos estilo Christopher Lasch-.

El punto de encuentro entre ambos escenarios es que las formas mediante los que son apropiados –mejor sería decir consumidos, como ya veremos más adelante- son más parecidos de lo que presupone la distancia entre natural y artificial que implica a priori su diseño. El Valle de Arán es el icono de lo podríamos considerar un marco natural por excelencia. Es un escenario público en donde la naturaleza o el contacto con ella es el sustento principal sobre el que se construyen las expectativas y experiencias de quienes acuden a él. Por otro lado, Universals Port Aventura es un escenario artificial en el que se recrean cinco culturas exóticas –al menos en la Península Ibérica- como son México, el Far West, la Mediterránea auténtica, la Polinesia y China, y en que la propuesta consiste en un viaje o aventura en la que se intercalan atracciones, gastronomía y folklore. Sin embargo, pese a que su producción y consumo sea privado, como prueba el pago de entrada para acceder al recinto, no existe una gran diferencia entre ambos escenarios, salvo quizás en que el parque temático estereotipa o exagera lo que ocurre en el Valle de Arán. Esto quizás sea debido, o al menos esa pretendo que sea mi contribución, a que la autenticidad ya no está ligada a un referente externo ni natural, sino a las formas en que lo vive o experimenta el sujeto consumidor.

¿La tecnología como mediadora o como constructora de realidad?-.

Durante mucho tiempo el turismo no estuvo al alcance de la mayoría de la población , y por ello no entraba en el horizonte de sus expectativas. No era un fenómeno masivo y, por tanto, las élites no debían establecer esa distancia imaginaria entre estas formas de consumo que constituye el viaje y otras formas de viajar. En este sentido, el romanticismo nos ha dejado una amplia muestra de esta literatura de viajes ligadas al contacto con la naturaleza, el exotismo y la autencidad de otros mundos más allá del mundo conocido del viajero. En este caso el viajar era una metáfora de una manera de conocer que implicaba un contacto directo –ahora diríamos experiencial- entre el sujeto-viajero y aquello que en su imaginación le impulsaba hacia otras latitudes. Existían otras formas de desplazamiento ligadas a fines menos cosmopolitas, como sería el caso de una burguesía que se da cita en determinados lugares en los que procedían a remarcar su distinción social sobre el resto de la población, aunque en definitiva sólo trataban de reproducir, escenificándola, su posición social.

La democratización del viaje que implicó las mejoras de los transportes a partir de la segunda revolución industrial no acabó con las distinciones entre viajeros y turistas, en que los primeros renovaban las pretensiones cosmopolitas de los románticos y los segundos se limitaban a acceder a los destinos o reconocer aquellos escenarios que otros, en un primer lugar la elite intelectual –activándolos como deseables- y posteriormente los tour operadores en sintonía con los agentes de desarrollo local, habían dispuesto para ellos. Este primer salto en Occidente del turismo como un fenómeno de clases pudientes a un fenómeno de masas tuvo sin embargo continuidad en su tratamiento epistemológico por parte de los científicos sociales. El turismo masa implicaba un incipiente proceso de comercialización del tiempo libre, pero seguía siendo analizado en relación a su función como válvula de escape con respecto al orden social y a la necesidad de reproducción de mano de obra. Por otra parte, como fenómeno sociológico, este tipo de turistas son vistos por los “intelectuales” como marionetas, caníbales o gentes “sin cultura” incapaces de apreciar las riquezas de los lugares de destino o en todo caso son considerados como meros consumidores de los contenidos de las guías o hitos de paso de los viajes organizados y de los espacios recreativos especialmente diseñados para ellos –como los complejos de sol y playa y paraísos naturales perfectamente habilitados por las industrias turísticas con todas las comodidades y servicios que suelen exigir los turistas-. Frente a ellos se sitúan los “viajeros” que, a diferencia de los primeros, muestran un interés por la “cultura”, la gastronomía, o las riquezas naturales de los que son poseedores aquellos a los que visitan. Las distinciones de clase parecen tener también su equivalente en el plano epistemológico.

En un primer momento el turismo era algo que sólo estaba al alcance de los bolsillos de unos pocos, en que los medios de transporte y las distancias que implicaban incidían además en la escala local en la que podía desarrollarse el viaje. El desarrollo de los transportes y el abaratamiento de los precios, junto al desarrollo del turismo como industria, facilitaron la creación de determinados destinos turísticos y empresas destinadas a gestionar tanto los medios para llegar al destino como lo necesario una vez en él como el alojamiento y la comida. El viaje sirve así para “desconectar” de la realidad cotidiana, aunque no sugiera nada del destino en cuestión más allá de lo que venden los tour operadores. Se trata de paraísos turísticos, en los que el viaje no lleva a ninguna parte. Sin ánimo de ser pesado, este tipo de turismo reproduce el estado de barbarie propio del proletario de siempre, si bien ahora se trata de un público-masa. El viajero no se transforma así mismo en el viaje y regresa a casa igual de in-civilizado que antes. Ese afán continuista propio de la civilización moderna y que sigue definiendo al viajero en tanto interesado por el otro, por esa interacción con el mundo que le modifica a medida que interacciona con él. Estaríamos en un plano estético, en donde el sujeto culto es capaz de reconocer y apreciar las gracias del trayecto, incorporándolas en su equipaje vital. Nada más lejos del simple consumo de ofertas de diseño confeccionadas por los tour operadores y de las que disfrutan los turista masa.

Esta distinción entre turistas listos y turistas tontos aún es muy frecuente en la literatura socio-antropológica, es más, con la espectacularización del “patrimonio” y la proliferación de parques de temáticos de todo tipo –sirva de muestra que ayer mismo los informativos hacían referencia a que en Rumania se iba a habilitar un parque temático sobre Drácula-, se han multiplicado estas críticas. Yo no creo que esta actitud sea nada fructífera, ni en el plano teórico –como contribución a la realidad social sobre el que se constituye el turismo como fenómeno social-, ni en el práctico –con la aportación de sugerencias para posibles planes de desarrollo local-. En este sentido, en este ensayo trazaremos un recorrido histórico en el que buscaré remarcar la conexiones entre la teoría social, el turismo como fenómeno social, y la práctica entorno a la cual se dan las modalidades de producción y consumo cultural de escenarios turísticos. Para ello he construido una narración ejemplar en la que doy más importancia a los momentos y el relato mismo sobre el que los ordeno, que a la meticulosidad propiamente histórica. Estos hitos son; el turismo romántico, el turismo burgués de clase media, el turismo interactivo y el turismo experiencial.   

El turismo romántico-.

En el caso del Valle de Arán deberá esperarse a los años setenta para hablar del turismo como un sector productivo importante en la zona, año en que se construyó uno de los complejos de Esquí más grandes de la Península, Baqueira Beret. Hasta entonces si quisiéramos hacer una reconstrucción arqueológica de la influencia del turismo en la zona deberíamos remontarnos a las narraciones de viajes de gente de tanto renombre como Coromines o Camilo José Cela. El viajero es el protagonista de estos relatos en los que se exalta la vida tradicional campesina y se describe el paisaje tanto agrario como natural de una manera espectacular. Existían otro tipo de viajeros -que además nos han legado un importante fondo documental fotográfico- como sería en el caso del Centro Excursionista de Cataluña [3] - en que de forma experiencial se reviven los relatos de los que nos hablan estos viajeros.

Estaríamos ante una modalidad turística de culto, muy cercano, y en el caso de la asociación excursionista de Catalunya estrechamente vinculados, a los movimientos románticos. Se busca un contacto directo con la naturaleza, con sus gentes, pero se idealizan los destinos como propiamente auténticos, vírgenes, y en los que sus gentes y marcos naturales en que “habitan” recrean esa vida tradicional que, para los viajeros urbanitas, ya se ha convertido en nostalgia ante los incipientes procesos de industrialización y urbanización que tienen inicio en España a partir de los años 50. El Valle de Arán deviene una reserva de la autenticidad, de un mundo que aún mantiene las esencias de una convivencia en armonía con la naturaleza. Es el primer contacto –o al menos así lo he reinventado yo para nuestro relato- entre los cánones estéticos de la ciudad –la mayoría de los visitantes provenían de Barcelona- y unos locales mistificados como rurales, aunque aquí no en un sentido peyorativo sino buscando remarcar su autenticidad. El paisaje y las costumbres de sus pobladores aparecen sacralizados, ajenos a los embates de una civilización que tiende a corromper a la tradición, o lo que sería propio de la tierra.

Hablar de parques temáticos en ese momento en España sería un poco ridículo, salvo si tomamos como muestra la política desarrollista del franquismo y la construcción de pantanos e infraestructuras hidroeléctricas a lo largo y ancho de todo el Pirineo, intentando con ello ofrecer una contrarréplica a esa imagen de una España tradicional y atrasada, y en donde el cemento parece querer ganarle espacio, o al menos establecer una convivencia nada pacífica, con la naturaleza. Los paradores nacionales de turismo también empiezan a aparecer a partir de los años sesenta, premiando las autoridades estatales a nuestro Valle con un par de ellos. Es una política que pretende establecer un mínimo de infraestructuras turísticas suficientemente confortables para atraer un turismo de “calidad”. Parece que la civilización empieza a alterar con sus tendidos eléctricos y canalizaciones de agua los recorridos de nuestros excursionistas.

El turismo burgués de clase media-.

La construcción de estas infraestructuras coincide con el inicio de los primeros desplazamientos turísticos, aunque aún no masivos, desde la ciudad al campo, viajes en que si bien las expectativas están ligadas al marco natural que les ofrece el Valle ya no estarían vinculadas a ese reconocimiento de la autenticidad que atrajo a los primeros viajeros y excursionistas, sino a la comercialización –desligada de sus agentes y sus consumidores- misma de lo natural como algo exótico para los urbanitas. La autenticidad de lo natural entra en su primer proceso de mercantilización, y surgen así los primeros veraneantes que alternan sus negocios en las fábricas urbanas con estancias recreativas en medio de la naturaleza. Estos privilegiados construyen sus residencias secundarias en la zona y sirven de colchón entre la población local y las posteriores hordas de turismo masa que, sobre todo a partir de mediados de los ochenta, abarrotarán los meses estivales del Valle de Arán.

Estaríamos en los años setenta, y la dinámica idílicamente tradicional que podían encontrar los excursionistas de hacía unas décadas se ha trasformado en una mayor estratificación de la estructura productiva de la zona. Los más mayores siguen en el campo, pero muchos serán los jóvenes que abandonen esta actividad tradicional y jornada espacio-temporal que implica en favor de un sueldo y un horario estable en las empresas constructoras y de servicios que empiezan a proliferar en la zona. La vacas conviven con campistas, esquiadores y empleados de la construcción. De todas formas, lo importante, al menos el reclamo sobre el que se reconocen estos visitantes, sigue siendo el contacto con la naturaleza: se crean zonas de Picnic y empieza a consolidarse la tradición de ir de excursión en coche con la familia hasta ellas. Es, por tanto, un contacto más mediatizado por la tecnología, en donde la comodidad no es vista como incompatible con la autenticidad del marco. ¿Quizás sería a esto a lo que se refería Rousseau cuando aludía a la naturaleza civilizada o a un paraíso natural educado?

Los años setenta, y podríamos extender este momento hasta mediados de los ochenta, sí que nos permiten introducir ya a los parques temáticos. Nos serviremos de los comentarios de Umberto Eco a un parque temático americano a principios de los ochenta, aunque éstos nos sirven más por lo documental del momento en que los relata y las críticas sobre las que estos se construyen que por lo revelador de los mismos. Si queremos preparar nuestro imaginario deberíamos pensar en esas películas Walt Disney y esos parques temáticos con monstruos de cine que se mueven de forma tosca, sobre todo por los mecánicos y rudimentarios sistemas que les dan vida, y la estrecha conexión entre lo que ahí se recrea y el cine y dibujos animados Walt Disney. En otros casos, tipo museos de cera, la copia deviene el objetivo último de las teatralizaciones, y tenemos entonces un intento de reproducción ideal de otros contextos o acontecimientos importantes, centrándose las críticas en la falta de veracidad de las reconstrucciones que dan lugar a composiciones surrealistas en las que, en boca de U. Eco:

 “C’est qui prevaut c’est la théatralité. Pour le visiteur cultivé, il y a l’habilité de la reconstruction, pour l’ingenu, la violence de l’information –il y a pour tout le monde, de quoi se plaint-on? Il reste que l’information historique donne dans le sensationnel, le vrai se mele au légendaire, Eusapia Palladine apparait (en cire) après Roger Bacon et le docteur Faust: le resultat est absolument onirique...” (Eco, 1985: 21).   

Esto nos devuelve otra vez a la teoría, ya que ilustra de manera explícita la denuncia de la artificialidad de estas reconstrucciones temáticas, remarcando la falta de participación de estas copias de la esencia del original, de la falta de veracidad tanto de lo expuesto como del contexto en que se recrean las piezas. Emulando a José Saramago y su caverna estas réplicas intelectualistas de Umberto Eco restituyen el sentido de la filosofía Platónica, si bien la verdad, la autenticidad, para nuestro intelectual estaría ligada al referente natural. Estos Miky Mauss, o Doctores Faustos falsos, carecen del soplo divino de la vida -la autenticidad-, y su reproducción como copia únicamente les permite tener protagonismo en el mundo de la diversión y el espectáculo, bien lejos de la seriedad del mundo del conocimiento y la verdad. Aunque quizás más que los referentes mismos, las piezas recreadas -como buen semiótico-, lo que más cuestiona nuestro autor es la artificialidad misma del relato, el contexto en el que son escenificadas: “l’information historique donne dans le sensationnel, le vrai se mele au légendaire...:le resultat est absulement onirique”.

Así, y recapitulando en nuestra narración, si bien en un primer momento la autenticidad estaba ligada al peregrinaje de los románticos urbanitas, a la proyección de su nostalgia sobre “lo natural”, en este momento la distancia entre ficción y la realidad está a salvo, lo histórico y lo verdadero pueden discernirse de lo sensacional y lo legendario. El romanticismo pierde magia ante el empirismo naturalista. Estas observaciones pueden ser mantenidas también en nuestros supuestos escenarios naturales. En estos tiene inicio, entre las clases medias, la popularización del turismo histórico, natural y gastronómico, del turismo ligado al conocimiento de un otro “idealizado como real”, pues de dicha realidad depende su comercialización y consumo, el negocio. La arquitectura y los monumentos históricos, los museos históricos y etnológicos, el arte, las costumbres “folklóricas” –ligadas ya por tanto a su consumo por un espectador-, etc. se convierten en oferta cultural habitual de los destinos turísticos, si bien en este primer momento están ligadas a un público muy restringido capaz de valorar estos productos.

Estas formas de consumo cultural reproducen lo que hemos venido dibujando como formas modernas de producción de realidad y reconocimiento de la misma. Lo explicaremos de una manera más sencilla: existe una relación reflexiva entre un sujeto que busca conocer y un exterior en el que reconocerse. Esta distancia es la que salva esa frontera que denuncia U. Eco entre realidad y ficción, ese horizonte surrealista que acaba con las distinciones modernas a partir de las cuales se construye la realidad. El protagonista aparente en toda esta historia es ese exterior a reconocer, aunque como se denota de lo que hemos venido diciendo hasta el momento, ese “natural”y “histórico” sobre los que se construye esa “originalidad” del otro decían mucho más de los contextos urbanos y burgueses en los que habían sido construidos que de los marcos “rurales” a los que se aplicaban. Haciendo uso de una terminología muy propia de este momento –entre mediados de los setenta y mediados de los ochenta- de lo que se trataba era de reificar a los locales y a los atributos de los que eran beneficiarios para convertirlos en objeto de consumo por parte de las élites intelectuales, o más bien las clases medias con tales pretensiones. Una vez convertidos en identidades autónomas, es decir, desligadas de la ciudad y sus valores, eran situados en contextos que los totalizaban y distinguían  principalmente a partir de estas dos coordenadas: la historia o mejor la tradición –ya que implica a la naturaleza en su relato-, y la cultura –exótica, y por tanto irremediablemente lejana a los patrones urbanos-.

Las particularidades de su consumo cultural reside en que quienes son sus potenciales destinatarios son modernos, y como la modernidad reflexivos y burgueses. Es decir, la autenticidad está ligada a la representación del otro como alguien existente más allá de la relación que establezca con él. La individualidad requiere de la abstracción de la propiedad, de esa totalidad que atribuye valor a un objeto al margen de las relaciones establecidas en su producción y distribución. Los términos en los que se establece la comunicación, sin embargo, no dan ninguna opción de redimir al objeto. Los destinos turísticos son moldeados según los cánones estéticos de las clases medias urbanas y los locales se prestan a complacer dichos cánones. Estaríamos ante un proceso de incomunicación en el que la falta de feed-back entre anfitrión y visitante sólo permitía ligar la interacción al valor mismo que esa misma burguesía había asignado al patrimonio estético y histórico de la zona. No olvidemos que la clase literaria, al menos la que disponía de mayor difusión, participaba y retroalimentaba esos mismos cánones burgueses. La autenticidad existía ya como valor de cambio. Esta autenticidad, o espíritu de la mercancía, era aplicada a diferentes “objetos” según los cánones estéticos de las clases medias burguesas, asignándoles un valor, un nombre y unas cualidades a estos “objetos” –los paisajes y los habitantes de los mismos- que los hacían deseables y consumibles por los visitantes, pero que a su vez los desligaban del contexto local y los habitantes con los que en principio tales “cosas” estaban en relación.

Este fetichismo por la autenticidad, vedado en un principio sólo a las clases medias, es el que definía la producción y el consumo tanto de los parques temáticos –artificiales- como de los lugares –de aquellos espacios ligados a una coordenadas históricas y geográficas “naturales”-. Esto nos obliga a considerar la relación misma establecida entre sujeto y objeto como la dimensión principal a estudiar para entender los cambios sociales en los mecanismos de producción de los destinos turísticos y sus formas de consumo. Es probable que ya se hayan percatado de la notable presencia de terminología marxista en este punto, y es que en mi opinión es la que mejor permite entender esta relación de dominación o incomunicación entre locales y visitantes. El énfasis racionalista y naturalista que definió a la burguesía de finales del XIX es el mismo que nos permite entender esta relación entre local y visitante y que yo sitúo entre los años setenta y mediados de los ochenta. El patrimonio, lo natural y lo histórico en nuestro caso, se convierten en mercancías, en objetos, cuya posesión es únicamente posible si pueden ser desligados de sus agentes, de las relaciones sociales que hacen de dichas dimensiones algo ligado a sujetos, y por tanto, no susceptible de compra-venda. Pero, y perdonen mis excesos filosóficos, estaríamos en lo que Foucauld hubiese definido como régimen disciplinario, y estos requisitos estéticos vienen determinados desde fuera –están institucionalizados- y no son susceptibles de reapropiación ni por los locales ni por los visitantes. Es una cuestión de convenciones sociales.

En nuestro otro escenario, los parques temáticos, éstos no son vistos como una amenaza a la verdad burguesa, ya que aparecen claramente distinguidos como mundos de ficción, de mentira, en los que el objetivo es pasarlo bien. La famosa distinción entre el imaginario y la realidad, a la que con tanta frecuencia se alude ahora, estaba claramente escenificada en los dos contextos elegidos. Lo natural y lo histórico sobre los que se fundaba la realidad de nuestros paisajes naturales estaban fuera de toda duda, dado que no se apelaba a la intervención del sujeto en su apropiación, mientras que la artificialidad de los parques temáticos resultaba obvia ante la explícita relación que tenían estas escenificaciones con el mundo de la televisión y el cine. La pantalla, los medios de comunicación, no sólo no eran vistos como uno de los principales agentes en la construcción de la realidad, ya que sus productos imaginarios  estaban confinados en escenarios de la artificialidad, sino que seguían subordinados a esa lógica de la producción o energética sobre la que se conceptualizaban los fundamentos de la realidad moderna. El mundo del espectáculo aún no había llegado a España, y la realidad disponía aún de esa aura que la hacía impermeable a las masas.

Turismo interactivo-.

Llegamos a otro de nuestros hitos en este recorrido, que históricamente sitúo entre mediados de los ochenta y mediados de los noventa, y que podríamos llamar como la era de la interactividad. Es el momento de la pedagogía interactiva, de los museos interactivos, de la televisión interactiva, etc..., y también del turismo interactivo. En primer lugar, aclarar que en España ya se había digerido el paso del régimen político anterior que había hecho del Estado el eje conformador del pensamiento social de toda una generación. Ese Estado –la norma, la disciplina, la institución, etc- había contribuido a la construcción de sujetos o bien muy disciplinados, incapaces de incluirse en las narraciones de sus vidas como agentes, o bien toda una generación de transgresores que veían en su autoridad un icono que les impelía a experimentar, a probar todo aquello que les hiciera sentirse sujetos frente a la continencia castradora que condensaba el Estado. A mediados de los ochenta, con lo que parece ya una evidente consolidación formal del régimen democrático, la democratización llega también al ocio, y en nuestro caso al turismo. Esto implicará un efecto cuantitativo al convertirlo en un fenómeno de masas, pero también una transformación en la manera de entender la relación entre sujeto-objeto. Traduciéndolo al mundo epistemológico, podríamos hablar de la era de la intersubjetividad, “una realidad cuya existencia depende por igual tanto del objeto (en este caso, también “sujeto”) a observar como del sujeto observante” (Salazar, 1996: 9).

Esto conlleva una transformación en el planteamiento de la construcción de los escenarios turísticos, en donde la naturaleza y la historia se abren a su interpretación y a la acción de los visitantes. Pierden su sentido institucional en tanto que referentes de consumo. Es el fin del orden disciplinario, del reconocimiento de ese exterior que preexiste a la relación que mantiene con él el espectador. Haciéndolo más gráfico podríamos decir que los paisajes pierden su naturaleza contemplativa para ser habitados por unos visitantes no siempre respetuosos, pero en que la mayoría de las veces carecían de la intención de buscar o valorar esa autenticidad que hasta entonces había caracterizado a lo natural por ser natural y a lo histórico por ser histórico.

Como suele ocurrir habitualmente con la masificación, sea del arte, de la música o del turismo, se democratizan los ideales estéticos que caracterizaban a las elites que les precedían. En el caso de nuestro Valle de Arán las áreas de picnic y las rutas de montaña tienen los meses de vacaciones la misma pinta que un supermercado, abarrotados de gente más seducidos por la variedad misma y ambiente del contexto, que por la finalidad misma del viaje como conocimiento. Los pueblos son recorridos por hordas de individuos armados con cámaras de fotografiar y uniformados con pantalones cortos, camisetas y gorra. La montaña, los pueblos - sus iglesias y edificios históricos- y sus gentes se han convertido en una atracción de culto para los urbanitas, que gracias a los planes de autovías y autopistas del nuevo gobierno democrático ya no sólo vienen de Barcelona sino de todos los rincones del país. En principio, los reclamos no habían variado, y los lugares de peregrinaje eran los mismos, pero sí que es cierto que se apelaba a un componente vivencial en el visitante, ir a tantos lugares, fotografiarse en tantos escenarios como sea posible. La autenticidad ya no estaba ligada sólo a esos escenarios sino a como eran apropiados por el visitante, a la relación que éste estableciera con ellos.

Es cierto, como ha denunciado frecuentemente la literatura socio-antropológica que versa sobre turismo, que se trata de un consumo fragmentado y ligado únicamente al reconocimiento o ese estar allí de aquellos hitos que previamente han marcado los diseñadores de marketing y la literatura propagandística de los tour operadores, pero esto no debería evitar entender que en estas interacciones el sujeto deviene parte activa en este proceso, que el consumo del escenario depende de esa relación que establezca él con “el mundo”, su presencia y las actividades que en él desarrolla. La distancia, o mejor, la presencia del otro aún están garantizadas en tanto que se trata de refrendar de forma personalizada un lugar de culto. El protagonismo, el sentido del viaje, sigue ligado al destino, y el consumo de su autenticidad desplaza a la contemplación en favor de su participación activa.

Los parques temáticos, al igual que los museos, también se han abierto a esta interactividad dotando a sus atracciones, espectáculos y recorridos de los últimos adelantos tecnológicos que permitan la participación activa del visitante. Ya no se trata de reconocer a los protagonistas de la televisión y el cine, sino de conversar con ellos, de protagonizar escenas junto a ellos y recrear vivencialmente muchos de esos recuerdos. La fidelidad de las escenas y lo aséptico de la recreación de los personajes y los escenarios queda desdibujado por la participación de los visitantes en la trama, por su intromisión participando en la ficción. No tuve la ocasión de conocer ningún parque temático antes la apertura de Universals Port Aventura, pero sí que acudí al Museo de Historia de Cataluña, icono vanguardista tanto por su diseño esceneográfico como por su pedagogía expositiva, y que bien nos puede servir para ilustrar este momento. Se trata de un recorrido a través del mito que, bastante mediatizado por el partido catalano nacionalista en el poder, se ha construido de la historia de Cataluña y que suele aparecer en los reportages de la televisión y los libros de texto escolares. Sin embargo, lo significativo es que la tecnología permite casi vivir, tocar la historia, ya que a medida que avanzas por sus exposiciones el sonido y los focos te permiten experimentar como era un bombardeo en la guerra civil, o las diferencias entre las formas de enseñar en la república y en el régimen franquista. El protagonismo sigue estando en la historia contada, pero se apela a la participación del sujeto quien no sólo se reconoce en la trama de forma reflexiva –se sitúa a sí mismo en el relato-, sino que la revive a través de sus sentidos. Asistimos a lo que bien podríamos llamar pedagogía táctil.

Turismo experiencial-.

Esta última sugerencia nos sirve para dar entrada a nuestro último punto, que no es más que una radicalización de este componente participativo y experimental, si bien se pierde el sentido del relato colectivo como referente último de verdad del que se apropiaba el sujeto. Lo que pretendo decir es que esa interacción entre el sujeto y el mundo que daba lugar a una interpretación hermenéutica del mismo cede ante la desaparición del mundo o de la distancia que hacía de su sentido público algo más allá del sujeto, exterior a él y por tanto fundamento último de realidad. La autenticidad en este último momento estaría ligada al sujeto, al experimentarse como otro, en el caso de Universals Port Aventura, o al entrar en contacto con la naturaleza de una forma experiencial, bajando en rappel sus montañas o haciendo rafting en sus ríos. Los deportes de aventuras constituyen uno de los últimos reclamos para los visitantes, pero su disfrute dista bastante de la contemplación y de las recreaciones anteriores, sino que está ligado a la aventura, a la experimentación, al reto que supone  la naturaleza como experiencia. Tanto en nuestro parque temático como en el Valle de Arán podemos hablar de la comercialización de la experiencia, pero también, y esto supone un salto epistemológico importante, de la comercialización de la autenticidad. En el momento en que la auténticidad ya no se halla vinculada al objeto, desaparecida la aura que marcaba su exterioridad, deberemos replantearnos el sentido de qué es hoy en día susceptible de devenir patrimonio, de cómo los escenarios turísticos deberán adaptarse a los nuevos requisitos de estos sujetos narcisistas. Aquí entran en crisis todas las categorías modernas como podían serlo las de identidad, relación social, natural-artificial, realidad-ficción, social, etc.

El recorrido marcado muestra una trayectoria que se inicia con la norma como razón y que nos lleva a la utopía del mercado, a la comercialización de mundos ajenos a coordenadas previas, sin principios ni finalidades, en que se privilegian la experiencia y la elección como opciones de consumo siempre dispuestas a medida del consumidor. La lógica de la satisfacción del cliente también ha llegado al turismo. La caída del orden institucional desacredita la coerción en favor de la seducción, al igual que privilegia la experimentación sobre la racionalización. El peso de la narrativas colectivas, como en su día remarcó Jean-Francois Lyotard, se derrumba ante los procesos de personalización que hacen del individuo protagonista de sus propios relatos. Es el fin de la historia, pero no porque haya caído el muro de Berlín y con él las alternativas al capitalismo, sino porque el mercado ha cambiado su alianza con el orden moderno –en tanto ilustrado racionalista y normativo- por las premisas New Age de la libertad como experimentación, de la individuación como autenticidad frente al orden exterior, y de la utopía como margen de elección que posibilita el mercado mediante la construcción personalizada de identidades. La utopía es ahora el espacio del capitalismo. Un espacio que carece de fronteras, que no necesita ni de la historia ni de la cultura como referentes, que subsume lo social en la autoregularización individual.

Los parques temáticos se convierten en magníficos laboratorios sociales de estas nuevas modalidades de construcción de identidades y socialidades efímeras. El protagonismo radica totalmente en un cliente que, en el caso de Universals Port Aventura, se experimenta así mismo como Polinesio, Cawboy del Far West o nativo de la civilización Maya. Los escenarios del parque recrean estos contextos cargándolos de puntos de consumo sobre los que alternan la oferta gastronómica, tiendas de objetos de regalo y atracciones que emulan leyendas locales. El patrimonio, casi como sancionando la hiperrealidad del escenario, también acude en forma de folklore. Se podría hablar de una cultura en venta si no fuera porque quizás con eso de “cultura” ya no estaríamos diciendo nada. Lo importante ya no es el reconocimiento de un otro lejano, sino el experimentarse así mismo como otro, y lo exótico de los no-lugares recreados no sería más que una opción más seductora de comercializar con esa autenticidad. La distancia geográfica  o imaginaria convierte en más atractiva e interesante la posibilidad de devenir chérif de Penitance por un día – es como se llama el escenario que recrea al Far West-, y no creo que pueda afirmarse que el interés de la visita se centre en la  mera participación o reconocimiento de un relato –en tanto que acontecimiento histórico- sobre el Far West, sino en jugar, en protagonizar esa historia al margen de la Historia.

Estas sugerencias no sólo nos empujan a cuestionarnos donde radica hoy en día esa distinción entre realidad y ficción, sino al sentido mismo de esa continuidad sobre la que tomaba sentido la noción de Historia. La desinstitucionalización que implica el fin de estas metanarrativas colectivas sintoniza mejor con ese neo-capitalismo que hace del mundo un producto de consumo. El mercado pone a disposición del consumidor todo lo que sea susceptible de ser comprado, siendo el cliente el juez último de esta realidad del capital. La utopía se corresponde con este pool virtual que ofrece el mercado, una nada creadora activada en función de los gustos del consumidor. Por tanto, esa lógica continuista sobre la que se había construido la modernidad se manifiesta incompatible con los modelos de consumo que impone el capital, ya que en el momento en el que la identidad deja de estar ligada al reconocimiento social deviene efímera, sometida a un proceso constante de reinvención favorable a esa renovación de necesidades que rigen los mecanismos del capital. Esa autenticidad ligada a la experimentación de sí mismo hace del sujeto un neurótico sometido a una búsqueda constante de nuevas emociones y experiencias sobre las que volverse a reinventar, volver a nacer y morir en la ejecución de cada situación y cada personaje.

Estas ideas quizás nos ayuden a entender hacía donde tienden los nuevos escenarios turísticos. En el caso del Valle de Arán las nuevas empresas turísticas que están surgiendo en el sector parecen ratificar nuestras observaciones; tomemos como ejemplo numerosas empresas de deportes de aventura, que ocupan entre otras actividades el excursionismo a pié o en montain Bike, rafting, escalada, parapente, etc.. Se trata de nuevas maneras de interaccionar con la naturaleza que cada vez más se constituyen en el reclamo principal para los visitantes, situando en un plano complementario dimensiones antes centrales como la gastronomía o la oferta “cultural” –cine, teatro, música, museos, etc- de la zona. Incluso la Historia ha cedido a su espectacularización integrando a los turistas en la participación de excavaciones arqueológicas, que además está deviniendo uno de los principales fondos de financiación de los pequeños proyectos arqueológicos locales. La “cultura” acompaña esta subasta del orden moderno mediante la proliferación en todas las zonas rurales de lo que aquí se llaman “casas de pagés”, y que consiste en que una familia alquila una habitación en su casa y ofrece a la familia que se aloja con ellos la posibilidad de participar en las actividades cotidianas de la finca. Tenemos así a brookers ordeñando vacas o regando las judías de la huerta como si fueran un campesino más. Es más, y supongo que podría llamársele una  neo-contradicción de este neo-capitalismo, estos huertos y vacas normalmente persisten más por esta su nueva función “folklórica” que por una rentabilidad económica que ha sido desplazada por el turismo como actividad económica principal. Y es que ha llegado el momento en que las vacas, las excavaciones arqueológicas, o incluso pueblos enteros necesitan del mercado para seguir existiendo. El mundo rural ya no es el clásico mundo tradicional, o la reinvención moderna del mismo, sino un simulacro cuyos cánones estéticos vienen de la ciudad y cuyas condiciones de posibilidad están determinadas por el mercado.

Resumen-.

Acudiendo en mi ayuda a una de las últimas obras de Saramago, La caverna, las tendencias centrípetas del Centro anulan las distancias entre dentro y fuera del sistema, entre el mercado como regulador del espacio productivo y laboral y el mundo privado y familiar. El sistema reaprovecha sus márgenes energéticos, el tiempo de ocio, comercializándolo y reintroduciéndolo dentro de sus márgenes de beneficio. Como diría un intelectual populista: el ocio se ha convertido en un neg-ocio. Esta transición, que por qué no, puestos a viajar y hablar de viajes, pueden remitirnos al mismísimo Homero y a la civilización griega de su Ulises, ha llevado su tiempo y es algo más que una radicalización de la modernidad, al menos si atendemos a lo que pudiera implicar esta lógica circular del capitalismo y el desvanecimiento de esa distinción entre el espacio público y el privado. La frase anterior, “el negocio del ocio”, es la negación de la humanidad – o el sentido de la civilización judio-cristiana de matriz griega- en tanto convierte la plaza pública en mercado. La relación social pierde su sentido comunicativo en favor de la interacción económica, en donde la lógica instrumental y cuantitiva del mercado hace de los sujetos y sus identidades individuales valores de cambio.

 

El turismo, en este sentido, sería una modalidad más de comercializar ocio, si bien nos permite entrever mediante la noción de viaje las dimensiones sobre las que se sustentaría esta nueva civilización del capitalismo total. La noción de viaje mismo implicaría desplazamiento, movimiento, un local y un visitante –o un turista y un anfitrión según la jerga que utilizan los analistas sociales de fenómenos turísticos-, un referente o reclamo y un consumidor o cliente, una distancia, etc. Mi propuesta radica en exponer como estas relaciones que acabo de establecer mutan radicalmente según nos situemos en las formas clásicas o modernas de viaje y apropiación de los escenarios visitados o bien atendamos a eso que ha venido en llamarse globalización y que condensa nuevas formas de socialización o de construcción de sujetos y mecanismos de mediación del mundo, o de una manera más explícita, nuevos estilos de reconocimiento de la autenticidad. Para ilustrar estas relaciones tomaremos como referente dos marcos etnográficos: el Valle de Arán y el parque temático Universals Port Aventura.

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[1] En este caso he usado como ejemplo la teoría marxista porque es la que hace más explícita esta relación entre civilización y la no humanidad de un proletariado subsumido en un estado de naturaleza –no continuista y ajeno al control del proceso productivo-, aunque podríamos ilustrar esto con cualquier otra corriente moderna, como en el caso de Emile Durkheim, en que no especialización devenía simple o primitivo, o lo que es lo mismo, más cercano al estado de naturaleza.

[2] No creo que deba extenderme en este punto demasiado, pero tan sólo se trataría de apuntar  que las fronteras territoriales y las identidades ligadas al orden público o social dejan de tener sentido para el mercado en el momento mismo en que se convierten en trabas para el desarrollo del neoliberalismo.

[3] El centro excusionista de Catalunya es una institución de tendencia nacionalista que tenía entre sus ideales el mayor conocimiento de su territorio y que con tales fines promovía excursiones hacía toda la geografía catalana.


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