49 Congreso Internacional del Americanistas (ICA)

Quito Ecuador

7-11 julio 1997

 

María Cristina Cárdenas Reyes

POL 11: RELIGION Y POLITICA: UNA RELACION DE MUTUA IMPLICACION

"Religión y gobernabilidad en las transiciones democráticas latinoamericanas"

María Cristina Cárdenas Reyes

UNIVERSIDAD DE CUENCA-ECUADOR

RESUMEN

Teniendo presente la tesis del sustrato católico de la cultura política iberoamericana y su corolario de una identidad regional basada en la religión, el trabajo analiza dos grandes temas de la sociología política actual -religión y gobernabilidad- en el marco de las transiciones democráticas de los años 80 y 90 al interior de la contraposición de globalización/singularización de normas y conductas que parecería orientar los procesos sociales contemporáneos. El análisis admite la lógica histórica de importación/exportación, por la clase dirigente, de modelos políticos provenientes del norte (Europa y Estados Unidos), y atiende los efectos de la dinámica que envuelve conflictos de reconocimiento y de reafirmación de lo tradicional y autóctono (cultural) junto a la internacionalización (económica), inscritos en la reactivación -de diverso grado y modalidades- del nexo entre religión y política.

El trabajo maneja la noción de gobernabilidad en doble dimensión. Por una parte, en el sentido de ejercicio del poder gubernamental de efecto excluyente (Comisión Trilateral como proponente, Foucault en crítica filosófico-política), enlazada a una crisis de legitimidad estatal (Habermas) que acarrea problemas de ingobernabilidad; por otra parte, en la dimensión programática de ciudadanía activa (Menéndez-Carrión), vinculada a la democracia como proyecto de construcción pendiente a partir de la gobernabilidad de la gente común. La hipótesis principal del trabajo vincula la producción de democracia y de ciudadanía al papel central de la secularización (la religión transferida al ámbito privado) en la construcción de nuevas identid!ddjunio 25, 1997 8AL6 N8lientelar donde se combinan religión, religiosidad y política.

En los años 70 y 80, los gobiernos dictatoriales dieron lugar a un crecimiento de la influencia de las iglesias cristianas que defendían los derechos humanos, lo que permitió a estas últimas obtener el control de áreas sociales políticamente "vacías". Pero en las transiciones democráticas desde fines de los 80, los actores religiosos mantienen una función populista y de captación clientelar, la cual desvía a la política de aquellos cauces reales, no providencialistas, que conducirían a producir modelos de ciudadanización democrática.

INTRODUCCION

La ponencia ha sido elaborada como contribución para el debate, y si bien no me planteo considerar la relación entre credo religioso y preferencia política existente para ciertos sectores en un sistema de partidos, ni tampoco adentrarme en el espacio privado de las creencias, debo admitir que el análisis moviliza de modo implícito un modelo de orientación societal, con profundización de la modernidad plural y sentido democrático de la reactivación política de las mayorías ciudadanas, que tiene en su mira problemas locales, continentales y mundiales de resolución compleja y muy antigua data. Por lo mismo, no carece de impulso hacia una perspectiva de cambio en el sentido de construir un régimen político menos apegado al ideal consensual y unitario de corte tradicionalista.

En este contexto, he tratado de valorar las posibilidades de repolitización emancipatoria del ciudadano común -inmerso en la modernidad de la duda institucionalizada que la relación entre religión y política pudiere generar en América Latina, al interior de "la dialéctica de lo local y lo global en condiciones de modernidad tardía"(1).

Varias son las hipótesis que pongo a prueba en la presente ponencia. En la historia latinoamericana, la lógica de importación movilizada por las capas dirigentes que intentaban transferencias políticas a regiones con historia y cultura diferentes, preside la etapa de formación de los Estados nacionales en el siglo XIX, y se intensifica con el intercambio inherente a la globalización de la economía en la época actual(2). El pensamiento político y jurídico de América Latina se ha nutrido de elaboraciones intelectuales originadas en fuentes de raíz europea, y sería redundante insistir en que la implantación de aquellas no se ha traducido necesariamente en una (re)creación feliz, no obstante la amplia aceptación teórica de los principios de este sistema por parte de los sectores que dirigieron la organización societal luego de la Independencia. Por otra parte, cabe observar que la trayectoria histórica de la tradición ibero-católica -igualmente importada al continente- no ha sido tan proclive a los grandes desarrollos democráticos como aparece en los criterios aceptados habitualmente.

La lógica de exportación/importación de formas culturales (religión, idioma) y de una modernización (principios políticos) "forzada" para las mayorías, si bien ha difundido principios y reglas aceptados mayoritariamente e incorporados (parcialmente) a las prácticas políticas, no llega a tener la efectividad que posibilite instaurar gobiernos democráticos consistentemente participativos, esto es, con mayorías ciudadanas que cuestionen eficientemente el origen y sentido de los procedimientos del orden establecido. Tampoco ha dado lugar a una reversión de los poderes estatales y para-estatales que tienda a concretar alguna opción de mejoramiento efectivo para las condiciones de existencia del mundo pobre. En este sentido, las ideas modernas de consenso y representación de los gobernados se diluyen en el escepticismo respecto a los efectos positivos de la democracia, porque en realidad tales principios nunca tuvieron una plena interiorización más allá de las élites liberales. Podríamos hablar entonces de una tendencia hacia la perfectibilidad a partir de un cuadro formalmente democrático, pero no de un proceso que se haya definido con claridad por una convicción respecto a la bondad de sus fines.

Movilizando la lógica de exportación/importación al interior de la tesis del sustrato católico de la cultura latinoamericana, y atendiendo a los efectos de tensión político-cultural derivados de la contradicción entre mundialización y particularismo que favorece o retrasa el cambio social en ritmos diferentes, analizo los dos grandes temas -estrechamente imbricados- de religión y gobernabilidad en las transiciones democráticas latinoamericanas luego de los regímenes autoritarios de los años 70 y 80.

SENSIBILIDAD RELIGIOSA Y SECULARIZACION

La religión es uno de los temas centrales en la agenda contemporánea de investigación. Suscita un interés que desafía largamente cualquier tratamiento o explicación simple en una época de globalización en que coexisten la intensificación del sentimiento religioso, con la cada vez mayor personalización de la idea de Dios. En las últimas décadas parece revertirse la secularización -centrada en el ejercicio de la razón ilustrada- que había avanzado sin grandes tropiezos hasta invadir todas las formas de la acción humana, para dar paso a fuertes corrientes de resacralización societal que Gilles Kepel (1995) denomina "la revancha de Dios" como réplica a la muerte nietszcheana de Dios (3). En el mundo iberoamericano, donde solo cabría hablar de separación propiamente tal entre religión y política en contados países, la pervivencia del cristianismo católico como ámbito unificador y de identidad compartida, hace que la Iglesia actual no solamente reformule y reactive sus tesis sobre el sustrato cultural católico de América Latina, sino que mantenga su rango de institución más confiable para la grandes mayorías del continente.

Esta nueva vitalidad de lo religioso favorece igualmente a la otra gran religión cristiana de occidente, el protestantismo, pero no se reduce a las religiones clásicas. La actual sensibilidad religiosa se traduce en la multiplicación de nuevas devociones cuya presencia testifica el rechazo a las iglesias tradicionales y un nuevo estilo de producción de sentido religioso ("la nueva era") donde prácticamente no existe rito excluido. La reflexión de Max Weber sobre el desencantamiento moderno como desvanecimiento del rol político-cultural de los dioses, y la eliminación de la magia como técnica de salvación, adquiere un sentido que necesita ser reexplicitado al desplazarla a un contexto epocal donde el programa de la Ilustración está lejos de haberse completado (Habermas, 1975).

Por lo demás, la incertidumbre y variabilidad de la modernidad han alcanzado también a la institución eclesiástica, que para competir eficazmente en los planos político y social se ve constreñida a moverse en una dinámica múltiple. El tiempo ecuménico del Concilio Vaticano II ha pasado, dice Kepel. El radicalismo islámico ha dejado de ser un caso insólito y ya no encarna al prototipo fundamentalista como se lo presentó por mucho tiempo. En los 90, cada religión con su correspondiente clero -católicos, protestantes, judíos y musulmanes- está combatiendo sin tregua a favor de su propia agenda político-religiosa. Cada uno de estos credos intenta, activa, agresivamente y en alianza abierta con los poderes gubernamentales, reorganizarse para funcionar como cultura comunitaria y englobante, y/o como fuente de identidad y de ubicación social. En esta contienda asistimos a: i) un refuerzo de la dogmaticidad estructural de la Iglesia Católica, ii) la combinación de la verdad fundamental con las creencias y mitos locales, algo que ha venido realizando exitosamente por siglos y iii) en una paradoja aparente, la racionalización de la fe, articulando un gesto aparentemente contrario a la célebre apuesta pascaliana: "Creo porque es absurdo". Trato este aspecto más adelante.

En el plano internacional, el estrecho nexo entre religión y política con énfasis en el rol pastoral gubernamental, forma de gobernabilidad asimilada al ejercicio del poder del Estado y objeto de penetrante crítica histórico/filosófica por M. Foucault (1981), tiene una de sus muestras más visibles en el papel clave desempeñado por Juan Pablo II en el colapso del comunismo a fines de los 80, y en general su rol conductor en la línea conservadora de ética política, todo lo cual lo ha elevado a la categoría de formidable interlocutor mundial. El proceso de recristianización destinado a recuperar para la Iglesia Católica la representación de la sociedad civil mundial en medio de la creciente expansión de los valores laicos, tiene en el actual pontífice, desde el inicio de su gobierno en 1978, el gran reconstructor de la certidumbre identitaria institucional y el máximo impulsor de una "segunda evangelización" a escala global. Una muestra reciente del fuerte sentido político del proyecto de recristianización universal y de recomposición del territorio eclesial en la post-guerra fría, es la visita efectuada al pontífice (y la reciprocidad convenida para enero de 1998) por el presidente cubano Fidel Castro en noviembre de 1996, en circunstancias especialmente difíciles para la nación caribeña, económicas y políticas, reunión de la que surge el mutuo intercambio de concesiones en beneficio de sus dirigidos: oposición papal al bloqueo económico de Estados Unidos a Cuba, y normalización de la existencia de la Iglesia Católica en la isla.

CRISTIANISMO Y CULTURA DEMOCRATICA

Los valores democráticos han sido asociados por largo tiempo a la religión cristiana y a la cultura occidental. Pero analistas de la cultura política occidental -me refiero principalmente a Bertrand Badie(4)- han puntualizado el conflicto históricamente existente entre la democracia y el catolicismo comunitario ligado al papado, a su vez sustento de distintos y sucesivos movimientos conservadores hostiles al individualismo democrático. Si aceptamos que la democracia es un sistema donde la verdad es sometida a debate, y donde el individuo que acepta la verdad religiosa se inserta en un ámbito ciudadano en que este absoluto será tratado por los demás como algo relativo, debemos admitir que el fervor religioso como voluntad de pureza ha sido y es la causa de grandes males sociales. La democracia, sociedad impura, mixta y de compromiso, surgiría indudablemente como la opción más acorde con la multiplicidad y complejidad de las prácticas humanas, pero también como un riesgo para las verdades inmutables. En tal perspectiva, las nuevas modulaciones percibidas en la relación habitualmente aceptada entre cultura cristiana y democracia, ofrecen especial interés para el estudio de esta conexión en el tipo de cristianismo resultante de la colonización hispánica.

Puesto que no existe una cultura de producción de la democracia que esté exenta de prácticas políticas autoritarias, clientelares, neopatrimoniales, no sería histórica ni políticamente honesta la fórmula ampliamente aceptada en la cultura occidental que sitúa exclusivamente en las religiones no occidentales los obstáculos a la democratización universal. Badie cuestiona el reduccionismo predominante en el estudio de la relación cristianismo/democracia, y analiza críticamente su tratamiento laxo (falta de rigor y omisiones varias) respecto a la lógica de las culturas y la lógica de las estrategias.

Tanto en términos comparativos (relativos) como absolutos, las objeciones al tratamiento "clásico" son numerosas, y es realmente difícil que el investigador acucioso pueda sustrarse a la argumentación de Badie, que expongo a continuación. La articulación entre la cultura cristiana y la democracia ha sido estudiada "clásicamente" en base a cinco campos nocionales considerados en su totalidad como característicos del cristianismo. Tenemos así: a) El énfasis en la acción; b) La concepción de legitimidad; c) La noción de individuo; d) El ámbito de la delegación y la representación; e) El pluralismo.

Ahora bien. El análisis profundizado muestra notables desajustes en el nexo aparentemente constante entre democracia y cristianismo. La afinidad de la democracia con la cultura cristiana podría ser convincente bajo los siguientes condicionantes metodológicos: i) no abarcar el problema de la democracia en general sino de la democracia representativa actual; ii) considerar como algo establecido que esta afinidad varía de acuerdo con la diversidad de las distintas culturas cristianas occidentales; y iii) asumir que esta afinidad no es natural ni esencial, sino construida sobre la base de hechos y prácticas que no pueden ser transformadas en necesarias puesto que cambian en la historia.

En el tema a), si bien hay una variante cristiana que estimula la acción terrenal, igual actitud toman el islam, el judaísmo y el confucianismo. A su vez, la jerarquización de funciones consagrada por la teología agustiniana y tomista y la crítica correlativa de la política como actividad ruin, han constituido más bien un factor de debilitamiento que de vigor para una cultura política democrática. En el tema b), no es clara la conexión entre cristianismo y democracia: la idea de soberanía divina excluyó por largo tiempo a la de soberanía popular, y la incidencia ideológica de esta orientación no puede considerarse del todo desaparecida. En c) observamos que la idea de sujeto/individuo emerge claramente en el pensamiento puritano, y que la pervivencia del pensamiento comunitario del cristianismo primitivo ligado a una jerarquización social, ha representado a menudo un freno antes que incentivo a la construcción de sistemas democráticos en occidente. Por lo demás, en el budismo se encuentra igualmente un marcado señalamiento de la igualdad humana y de la responsabilidad individual. Respecto a d), la delegación es efectivamente un rasgo estrechamente ligado a la historia del cristianismo, en dimensión no solo vertical (el Papa es infalible) sino también en elecciones horizontales (el Papa es elegido por sus pares). Esta sería la diferencia más significativa con las culturas islámicas, en las cuales Dios no delega su autoridad. La representación es igualmente un campo de conexión con la democracia, si bien hay que considerar esta relación con cautela, ya que la delegación democrática es solo una de las formas posibles de delegación. En e), la idea de representación está ligada a la de pluralismo. Las raíces históricas del pluralismo en la unidad se remontan muy atrás en la cultura cristiana y en la tradición feudal, y es una concepción no trasferible a la cultura islámica, profundamente totalizante.

Cabría entonces considerar que el cristianismo temprano aportó elementos a la configuración del ideal democrático representativo, secular y pluralista. Pero esta certeza requiere el acompañamiento de otro convencimiento, de índole contrapuesta, según el cual la cultura cristiana en el ejercicio del poder amparó regímenes que anularon los componentes del ideal democrático para favorecer el autoritarismo. Tipos de gobierno como cesarismo, teocracia, monarquía de derecho divino, dan testimonio de lo correcto de esta observación, la que a su vez conduce a una dificultad conexa, como la siguiente. El descuido respecto a la lógica de los actores religiosos habría llevado a los analistas a descuidar el hecho de que aquellos cumplen su función intermediadora entre religión y democracia en un doble movimiento. Por una parte, la construcción de la democracia implica fundamentalmente una estrategia de poder, y lleva consigo un manejo de los símbolos religiosos independientemente del contexto religioso en que se forma; y por otra, los propósitos de los actores religiosos a menudo se desligan de la construcción de un estado democrático.

Estas observaciones adquieren especial relevancia al analizar la lucha contra el autoritarismo que precede y, con variantes, es componente de las transiciones democráticas latinoamericanas.

RELIGION Y GOBERNABILIDAD

Las nociones de gobernabilidad e ingobernabilidad, pensadas ambas como procesos complejos ligados originariamente a una estructura de poder en que las mayorías están ausentes, conocen un auge notorio en la ciencia política norteamericana desde comienzos de los años setenta(5). El interés por proponer hipótesis e interpretaciones de gobernabilidad/ingobernabilidad se relaciona con la disyunción que, según asumen los grupos neoconservadores, existiría en los países pobres entre ejercicio democrático y progreso económico-social requerido por la internacionalización del mercado. Se originaría así una relación perversa entre autoritarismo y subdesarrollo.

En los 80, el tema es abordado desde una óptica más optimista en cierto sector de las ciencias sociales latinoamericanas y, en los 90, la gobernabilidad ha pasado a convertirse en consigna compartida por los sectores dirigentes del mundo occidental, en tanto doctrina política asociada por excelencia a las virtudes de equidad y participación económica y política ofrecidas por la democracia. Esta observación tiene especial validez para los países iberoamericanos, inmersos en los cambios de fin de siglo que incluyen la integración económica y la articulación política, a la búsqueda de un espacio en la globalización. En la emergencia de hacer compatible la economía de mercado con los derechos democráticos, la gobernabilidad como búsqueda de consensos ha pasado a formar parte del discurso categorial y ético impulsado por los sectores dirigentes de América Latina, España y Portugal, en momentos en que la democracia aparece como único marco posible para la integración social y el desarrollo económico de sus países, castigados por la pobreza dura, narcotráfico, corrupción y conflictos de índole diversa vinculados a necesidades de educación, vivienda, salud, empleo y seguridad ciudadana.

Este proceso conflictivo alcanza una vigorosa resonancia en la politología del período posterior al autoritarismo latinoamericano de los 70. Es así como la búsqueda de modelos normativos que permitan reconstituir y reorganizar las relaciones entre Estado, sociedad y economía desde la perspectiva del liberalismo político, genera una preocupación por los problemas de gobernabilidad, algo que por lo demás descubre la amplitud del espacio recorrido por el discurso del cambio social, desde la teoría de la dependencia de los 60, el discurso crítico de los 80 ante la deuda externa, y la noción de transición democrática que caracteriza a las últimas décadas.

Especial interés reviste la noción de ciudadanía planteada por Amparo Menéndez-Carrión (1991, 1994), apoyada en una gobernabilidad que incluye a la gente común al interior de una perspectiva de desarrollo humano, y que moviliza formas cívicas impulsoras de prácticas sociales tendientes a favorecer la viabilidad de los procesos democráticos. Por consiguiente, si (i) pensamos la democracia de modo amplio, como el medio en que cada uno se relaciona con los demás, ejerce su capacidad de disentir, y resiste a la desigualdad y a la injusticia prevalecientes, y si (ii) asumimos que la ciudadanía en sentido moderno implica secularización, adquiere sentido la pregunta central del estudio respecto al tipo de respuesta que lo religioso aporta efectivamente a la creación de una cultura democrática plural y de una democracia "renovada". La pregunta es relevante en tanto la religión tiene como finalidad fusionar en un mismo ámbito la creencia -basada en la fe y expresada en dogmas- con el conocimiento múltiple y diferenciado de la sociedad y la naturaleza, política que contiene un importante contraste para los derechos civiles en las sociedades modernas, y que es obvia fuente de intolerancia y muerte en sus versiones duras.

¿Cómo se articulan gobernabilidad y religión? La búsqueda de contestación a esta pregunta remite al papel de las élites políticas y de las iglesias como agentes de poder y de socialización, así como también al tipo de réplica de las mayorías ciudadanas al nexo de religión y poder político y a la separación moderna de lo público y lo privado, a la vez que exige una indagación en varios niveles.

Si se comprende gobernabilidad en el sentido de gestión del poder por el sector dirigente, el vínculo entre religión y gobierno resalta nítidamente en el conocimiento históricamente situado e informado, y no me detendré en este componente.

En la época actual, la orientación ético-normativa en vistas a una superación de la antinomia colectividad-individuo, ha adquirido un interés pragmático para los gobernantes, inmersos en la nunca resuelta contradicción entre acumulación y legitimidad, agudizada hoy hasta dimensiones incalculables, al tiempo que se encuentra también en juego la legitimación de una nueva forma de poder con evidentes reticencias respecto al pluralismo y a los grandes principios de la democracia moderna. La tendencia a despolitizar las relaciones sociales en el capitalismo tardío, en el sentido de diluir la dimensión movilizadora de la democracia y enfatizar la razón instrumental y antipolítica del liberalismo económico, se relaciona con la crisis de legitimidad del Estado, el derrumbe de los mecanismos tradicionales de mediación y socialización, y el cambio en la valorización de la autoridad por el ciudadano común.

El gran referente para un enfoque contemporáneo del nexo entre gobernabilidad y religión es el importante desplazamiento hacia la derecha política estadounidense en los años 70 y 80, bajo el impacto de la incidencia combinada de la crisis económica, el proceso interno de deflación, la creciente ingobernabilidad interna y en relación a América Latina, las demandas en aumento hacia el Estado de bienestar. Durante el gobierno de Reagan, fue notable el auge de los fundamentalismos católicos, judíos, protestantes (movimientos carismáticos, predicadores "electrónicos", Voz Cristiana, Mayoría Moral, Mesa Redonda Religiosa, y muchos otros grupos), ampliamente respaldados y conectados financiera e ideológicamente a los grupos de interés de la nueva derecha, proceso de politización religiosa que ha sido calificado como "ecumenismo invertido". Esta denominación expresa bien la idea neoconservadora de la religión como ideológicamente justificadora del orden económico neoliberal.

En este sentido, es significativa la conjunción de Dios y libre mercado vehiculada en los 90 por organismos como el Fondo Monetario Internacional, que publicita de modo destacado la aprobación papal al sistema de mercado y a la internacionalización de la economía contenida en su encíclica del 2 de mayo de 1991, a modo de actualización y complemento necesario de la doctrina social de la Iglesia contenida en la conocida Rerum Novarum , que hacia fines del siglo XIX demandaba la aceptación cristiana del capitalismo por empresarios y obreros (6). Posteriormente, Juan Pablo II ha matizado esta opción con una fuerte crítica a las desigualdades económicas generadas por el sistema y a los devastadores efectos de la inequidad.

Las tensiones entre legitimación y acumulación tienen como resultado una sobrecarga que el gobierno no puede satisfacer (encrucijada que define a la ingobernabilidad), y que intenta resolver limitando la extensión y profundidad de las expectativas ciudadanas. Uno de los mecanismos más empleados con este propósito es el recurso al milenarismo religioso y al reforzamiento del discurso ligado a la religiosidad y a la religión, con el cual se procura estimular la formación de un sentimiento de afecto y de confianza hacia el gobierno, que permita compensar la crisis de legitimidad "subjetiva" del Estado, esto es, la actitud negativa de la gente hacia el gobierno. Paralelamente, el recurso a la religiosidad y la religión organizada coadyuva a mantener los valores conservadores de paz y orden, facilita el respeto a la autoridad envuelta en la aureola de la voluntad trascendental, y, al reducirse las esperanzas de bienestar social y de participación política en niveles de decisión, suaviza la aceptación resignada de las mayorías en la parte inferior de la jerarquía social y aligera la presión social sobre los gobiernos.

Por otra parte, el redimensionamiento del concepto de gobernabilidad con énfasis en el valor participativo del mismo, ha sido retenido por sectores eclesiásticos progresistas, no necesariamente ligados a la teología de la liberación, y ha suscitado la atención de un sector de la sociología política latinoamericana. La articulación de misión pastoral y política manejada por el clero progresista moviliza como "socialmente redentora", una noción de "cogobernabilidad popular", esto es, el proceso por el cual la comunidad, a través de los canales sociales más apropiados, debe vigilar, asesorar, exigir y corresponder con su energía y decisión en todos los pasos políticos de los gobernantes (7).

IGLESIA Y MOVIMIENTOS SOCIALES EN LATINOAMERICA

En los años 70 y 80, los movimientos comunitarios emergen en la vida latinoamericana generando un vuelco de la reflexión social, al cuestionar los cimientos de la oposición clásica de lo tradicional y de lo moderno. El amplísimo espectro que emergía legitimado por la acción colectiva, concitó el entusiasmo de las ciencias sociales respecto a la oportunidad de captar modalidades específicas de la evolución social latinoamericana, más allá de la táctica revolucionaria, por una parte, y del desarrollismo económico, por otra. Arturo Escobar (1992) ha señalado entre los principales desarrollos que motivaron la emergencia de los movimientos sociales de los 70 y 80: i) el discurso progresista de liberación y el activismo pastoral de la Iglesia Católica; ii) la autocrítica de la izquierda y la reevaluación de la estrategia de cambio social empleada en los 60 y 70; iii) la generación de nuevas redes interactivas entre residentes urbanos y rurales de los distintos sectores sociales; iv) la expansión masiva del Estado desarrollista y el papel de los agentes estatales que alentaban a la demanda de servicios sociales; v) la atención hacia nuevos grupos, especialmente mujeres e indígenas, realizada por organismos de desarrollo nacionales e internacionales.

Asumiendo la orientación ética de justicia social y de liberación integral brindada por el concilio Vaticano II (1962-1965), corriente reforzada por la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968), y la III Conferencia General en Puebla (1979), e incorporando elementos metodológicos y de contenido de las ciencias sociales de los años 60 -categorías marxistas, teoría de la dependencia, el método génetico-estructural- la teología de la liberación quiso explicar el subdesarrollo y la pobreza como subproducto del desarrollo del primer mundo sobre la base de factores como colonialismo externo (militar, político, cultural, económico, comercial, social, tecnológico, financiero) e interno (oligarquías y grupos de poder). Su componente teológico apuntaba a descubrir en la Biblia el plan de Dios respecto a los pobres, y su hermenéutica interpretaba las Escrituras desde la perspectiva del oprimido. Proliferaron en su momento organizaciones que interpretaban (o inducían) el sentir religioso popular, agrupando a estudiantes, indígenas, campesinos, negros, obreros, subempleados, desempleados, en las comunidades eclesiales de base. Se formaron también institutos de pastoral y surgieron las cátedras de la materia en institutos teológicos y centros superiores de estudio, siendo la doctrina objeto de análisis en universidades y sindicatos.

El impacto popular inmediato y a largo plazo de la teología de la liberación preocupó seriamente, y continúa haciéndolo, no solamente a la Iglesia sino también a las esferas gubernamentales en Estados Unidos y Europa, debido a los nexos de esta corriente con los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Esta alarma aparece recogida en diversos documentos. El Rockefeller Report of the Americas (1969), elaborado por petición del entonces Presidente Richard Nixon, manifiesta inquietud por la vulnerabilidad de la Iglesia a la penetración subversiva; el Memorandum RM 6136 de la Rand Corporation critica el desplazamiento de las funciones eclesiásticas tradicionales a la conducción del cambio social y político; durante la primera presidencia de Ronald Reagan, el llamado comité de Santa Fe (1980) cuestiona la articulación de marxismo y religión en el texto La nueva política norteamericana para la década de los ochenta.

La desazón gubernamental encontraba sus razones en el ambiente político reinante. En los años 60 y 70, Cristo-guerrillero y el sacerdote-guerrillero confluyen en una figura social especialmente valorizada por el sentimiento de las mayorías. Ernesto "Che" Guevara había presentido la importancia de la alianza afirmando que el día que los cristianos se hagan revolucionarios, la revolución estaría cercana en América Latina. Desde 1972, con ocasión de una conferencia de los cristianos por el socialismo (Santiago de Chile), Fidel Castro apoyará a las nuevas corrientes evocando la alianza estratégica (no táctica) entre cristianos y revolucionarios, idea que sin duda estuvo presente en su iniciativa de reunirse con el Papa en 1996. En el plano interno, el cardenal Ratzinger firma en 1984 la " Instrucción de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe sobre algunos aspectos de la teología de la liberación ". El mismo año se realiza el proceso de este organismo a Leonardo Boff, quien abandonará el sacerdocio en 1991, y el episcopado peruano es convocado a Roma para examinar la versión de la teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez. Durante los años 60 y 70, sacerdotes comprometidos con la teología de la liberación, y en un marco de nuevas condiciones socioeconómicas (fuerte migración, comercialización del campo, crecimiento del alfabetismo) participaron activamente en la formación de las comunidades eclesiales de base (CEB), especialmente en Centro América, Brasil y países del cono sur, siendo uno de sus objetivos centrales constituir una genuina iglesia popular al interior de la liberación política. Estas comunidades tenían como destino -y fueron analizadas en tanto tales- constituirse en instrumento por el cual los pobres presionarían a favor del cambio político y económico y llegarían a una mejor cocientización político-histórica. Especial atención investigativa obtuvo la constitución de las CEB en Brasil, debido al apoyo que la jerarquía eclesiástica nacional brindó a los programas pastorales inspirados en la corriente mencionada.

Levine y Mainwaring (1989) señalan los siguientes rasgos distintivos de una CEB, insistiendo en que su impacto político no disminuye su carácter esencialmente religioso: a) lucha por constituir una comunidad, pequeña y homogénea; b) énfasis en los lazos con la Iglesia; c) sentido de la constitución del grupo como "base", ya sea la fe en la jerarquía de la Iglesia, o los pobres como base de la pirámide social. Los mismos autores enfatizan que el término "religión popular", asociado originariamente con ignorancia y superstición, adquirió un nuevo contenido categorial al convertirse en sinónimo de generosidad y unión, en el sentido reencontrado de compartir la vida del pueblo y valorizar la "sabiduría popular", difundido por el populismo de la cultura narodniki del siglo XIX ruso. Prácticamente no habría existido espontaneidad popular ni autonomía en la formación de las CEB, puntualizan Levine y Mainwaring, al ser un proceso claramente inducido por la institucionalidad eclesiástica y sus agentes, aunque no sin conflictos. Las implicaciones políticas de los mismos se vincularon por una parte, a la creciente secularización que erosionaba el control autoritario de la Iglesia, y por otra, a los niveles masivos de urbanización. Se organizaban así nuevas formas de asociación enraizadas en la antigua comunidad eclesial, ahora tendencialmente adaptada a las situaciones inmediatas y específicas de los grupos humanos involucradas en ellas: pueblos indígenas, campesinos, inmigrantes urbanos, signada por una perspectiva positiva de lo étnico-cultural y de la corrección de la injusticia social.

En este período se inaugura el diálogo entre antropología y religión, y se fortalece bajo nuevo rostro el enlace entre religión y política. Estas corrientes tendrán en años posteriores una secuela de intenso debate en los ámbitos de poder, en las ciencias sociales y en la opinión pública. Porque en los 60 y 70 estaba en juego la transformación de la función política en el pensamiento teológico tradicional, de especial impacto en el mundo pobre. Se tuvo entonces la impresión de que la Iglesia tradicional cambiaba de rostro, y que era indispensable modificar la óptica que había presidido la investigación, esto es, la perspectiva de la Iglesia como el mayor obstáculo para la modernización, debido a su carácter verticalmente jerárquico, conservadora de su posición privilegiada y de la estructura y ordenamiento sociales que históricamente habían fundamentado su poder político y económico. Ahora, la Iglesia parecía conducir una dramática reorientación en el manejo complejizado de la tensión entre las fuentes no racionales de la creencia religiosa (católica y no católica), y la estructura institucional del orden establecido fundada en patrones autoritarios.

Poniendo en perspectiva el optimismo reinante en los medios políticos de izquierda y la literatura de la época, la teología de la liberación no parece haber movilizado sino un desplazamiento religioso-político del antiguo mesianismo, ahora referido a la convicción de que el verdadero reino de Dios vendría a la tierra mediante la revolución socialista, sin que haya realmente definido un movimiento de reforma en los cimientos de la ambigua modernidad latinoamericana. No faltan quienes han visto en la teología de la liberación una prolongación del empeño tradicional del clero por dirigir a la sociedad civil. La emergencia de las CEB y la mayor participación de los seglares impulsada por Vaticano II compondrían una estrategia eclesiástica de supervivencia y de competencia ante el declive del fervor religioso, el escaso número de vocaciones sacerdotales y la agresiva campaña de expansión del protestantismo en Latinoamérica.

A su vez, este último movimiento ha sido objeto de una interpretación igualmente intrincada, debido a las motivaciones y financiamiento en que se apoya. El desarrollo de las CEB habría señalado "un vuelco antimodernista y antirracionalista, pero no del tipo individualista conservador mencionado a propósito de muchos grupos protestantes. Se trata de la resistencia comunitaria a una situación de pobreza y dominación, pero en la cual la sobrevivencia, la protesta y la espiritualidad son metas interdependientes", opina Touraine (1988:99) en su evaluación del movimiento comunitario a mediados de los años 80, recalcando implícitamente lo que percibe como opción de progreso en la calidad de la condición humana.

El optimismo inicial respecto a la efectividad social y políticamente transformativa de las CEB, cuya precariedad ha emergido en estudios comparativos de caso que examinan las comunidades de base en relación a comunidades protestantes, se ha ido decantando paulatinamente(8). Sin desconocer la fuerza inspiradora y suscitadora de las CEB en Brasil y Chile, por ejemplo, su política real era más comprometida con la salvación de las almas de lo que hubiese querido admitir la teología de la liberación en su versión radical. El tipo de participación de miembros de una CEB en diferentes movimientos sociales se orientó posteriormente hacia la extensión del proyecto cristiano de la caridad antes que a una concientización revolucionaria -salvo excepciones- y el sentido comunitario de las mayorías se identifica hoy fundamentalmente con el conjunto de valores tradicionales de la Iglesia católica.

Si bien la teología de la liberación no tuvo los efectos transformativos que se esperaron respecto a cambios institucionales de fondo en el mundo católico, puso en un primer plano la cuestión de la modernización política del Estado y de las instituciones de representación al recuperar "desde abajo" el problema de los derechos civiles y humanos en sentido cristiano. Facilitó así la flexibilización de concepciones radicales que postulaban la imposibilidad de constituir una ciudadanía auténtica al margen de la revolución socialista, y dio un nuevo contenido a la reforma social como instrumento de cambio.

ELEMENTOS DE LA RECOMPOSICION ECLESIAL

De especial relevancia para comprender los procesos de lucha antiautoritaria y la complejidad de las transición democráticas en Latinoamérica son los efectos políticos de la apertura eclesial de Vaticano II y de la teología de la liberación.

Una incidencia extremadamente importante se refiere a la reinstitucionalización religiosa, tendencia de carácter marcadamente antisecularizador impulsada por el nacionalismo católico latinoamericano aliado a la jerarquía romana, que conduce una contraofensiva destinada a resaltar el lugar especial que ocupa Latinoamérica en la historia de la Iglesia. Las tesis del pensamiento barroco y su intento de recuperar la conciencia preilustrada para la cultura occidental ilustran la tentativa de presentar a la religión como paradigma de racionalidad moderna que al mismo tiempodebe enmarcar las práacticas sociales y personales. El vigoroso proyecto de trascender el capitalismo liberal, que ha obligado históricamente a la Iglesia a entrar en competencia con la autoridad gubernamental secularizada y con las iglesias reformadas, se enlaza con la recaptura del postulado eclesial que enfatiza su lugar en la crisis, en la pobreza, y en la desarticulación de la idea de progreso que acompañó a los modelos políticos de la postguerra. En el mundo de las creencias, la difusión de este postulado permite articular fe y cultura popular.

En Latinoamérica, David Lehmann (1990:146) sitúa la generación de este pensamiento barroco antiliberal en la corriente de retorno a los valores preconciliares de los años 50, y en el cuestionamiento a la teología de la liberación activa en los 60. El barroco se detiene en los principios de una cultura religiosa popular que traduciría y expresaría el legado ibero-católico de la experiencia colonial. La cultura popular latinoamericana nunca habría asimilado realmente la cultura individualista del capitalismo, proponen los neoconservadores, porque el estilo barroco es 'apasionado' y 'dionisíaco'en la medida en que combina los placeres de la fiesta autóctona con la contrición y la penitencia cristianas. El continente aparece en esta reacción como el campo privilegiado de los valores cristianos del período previo a la Ilustración y por consiguiente, como la mayor esperanza para la Iglesia asediada por el secularismo. La institucionalidad eclesiástica y sectores conexos inician entonces una campaña continental para recuperar la conciencia preilustrada, ligada a la identidad americana y al continente como una sola nación. Es importante observar que esta corriente de pensamiento, reforzada por nuevos aportes en la actualidad, ha desarrollado una óptica reciente para la cual el mundo de la Iglesia es el mundo de la cultura en sí, teniendo mucho que perder al involucrarse en cuestiones de política contingente.

El contexto de esta ofensiva es la confrontación que la Iglesia Católica debió asumir desde aproximadamente los años 60 ante el disenso enclavado en su propio seno. Esta discusión tiene como objeto preferencial de debate la transformación de la función política en el pensamiento teológico especialmente en el tercer mundo, y su campo de controversia es el cristianismo de izquierda latinoamericano con su corolario de teología de la liberación. En este ámbito, la voluntad de constituir una Iglesia popular y de los pobres se postula a sí misma como desafío ante el centramiento europeo y jerárquico de la política vaticana. En la última década, y sin haber desaparecido del todo como tendencia, la teología de la liberación ha dejado de ser el mayor oponente interno de la jerarquía eclesial, aunque ésta permanece vigilante respecto al rol gubernativo que desempeñen antiguos adeptos a esa doctrina (9). El Vaticano se inquieta ahora por el grupo de teólogos que, abiertamente en Europa y Estados Unidos y con mayor reserva en Latinoamérica, cuestionan la ética política y sexual de la Iglesia católica y sostienen el derecho a elegir de los fieles, sin discriminación de género, en materia de aborto, contracepción, homosexualidad, celibato eclesiástico optativo, elección democrática de obispos, sacerdocio femenino, eutanasia, técnicas de fertilización. Estos núcleos socialmente conflictivos para la jerarquía son percibidos con menor intensidad por las iglesias protestantes -la Iglesia anglicana ha aceptado formalmente la ordenación sacerdotal femenina en 1993, procediendo a ordenar su primer presbiterado femenino en 1994- que aparecen como constitutivamente más tolerantes y con disposición más flexible hacia los problemas que la cotidianeidad plantea a las grandes mayorías. Ello no impide que en reuniones mundiales de incidencia directa o indirecta en decisiones gubernamentales -por ejemplo, la reciente Conferencia organizada por la O.N.U. sobre Población y Desarrollo en El Cairo, donde juega un papel central la distribución de enormes recursos financieros además del control social- los sectores conservadores cristianos (evangélicos y católicos) y musulmanes -tradicionalmente antagónicos- dejen de lado sus diferencias doctrinales para aunar esfuerzos en torno a acciones en común: oposición al aborto, apoyo a la elección de educación por los padres.

La mantención de los roles tradicionales de la mujer y su exclusión de los niveles eclesiales de decisión e influencia social parecen concitar cierto grado de consenso en medios latinoamericanos actuales. Así, el Vaticano ha declarado que las ordenaciones femeninas por la Iglesia anglicana aumentan la división existente entre ambas religiones, poniendo nuevos y mayores obstáculos para la reunificación cristiana. Con todo, cada uno de los credos legitima su posición en textos bíblicos para tranquilizar sus propias tensiones internas. Los teólogos de ambas iglesias concuerdan en que las razones sociológicas y políticas (igualdad de derechos del hombre y la mujer) no justifican por sí solas el sacerdocio femenino.

Es así como el papel social de la mujer en el siglo XX y su proyección futura se encuentran en el centro de la controversia político-teológica y de la intransigencia con que la tradición se protege del cambio social a favor de la participación, en el contexto de la vieja tensión entre iglesia y sociedad civil que a su vez encaja mal en la construcción de una ciudadanía moderna. El patriarcalismo y la supresión de lo femenino movilizados en la tradición judeo-cristiana, entre otros componentes, por la imagen exclusivamente masculina de Dios, es criticado por movimientos feministas en vistas a una superación del principio soberano masculino. Se propone una vindicación religiosa de lo femenino a través de una concepción de la divinidad como superior a cualquier identificación con una masculinidad excluyente(10).

RELIGION Y TRANSICIONES DEMOCRATICAS

En las transiciones democráticas del continente en curso desde fines de los años 80 con gradaciones bastante diferenciadas en los 90, la actitud general de respeto y confianza en la institución católica ha facilitado un despliegue flexible y la acción invasiva de la política eclesiástica. En los procesos democráticos, la Iglesia ha pasado a ocupar un importante lugar en el espacio dejado por el sistema de partidos en descrédito o suprimidos en los regímenes autoritarios. A tal desarrollo contribuye en buena medida la tolerancia relativa de diversas corrientes al interior de la Iglesia, que según la presión de sus tendencias internas apoya al autoritarismo (los 70 y 80 en Argentina, Bolivia, Uruguay) o lucha activamente a favor de los derechos humanos y las mayorías desposeídas (igual período en Chile, Brasil). E incluso considera la posibilidad de reconocer sus culpas cuando la coyuntura política nacional exige una rendición de cuentas (Argentina, 1995).

En cuanto al cristianismo protestante, su éxito en atraer a miembros de las capas medias y de los sectores pobres latinoamericanos, acción que algunos autores de inspiración weberiana asocian con la capacidad de la ética protestante para racionalizar fines y medios (Stoll, 1990), ha ocasionado un florecimiento de las diversas sectas que cubren el espectro religioso mencionado, además de una reafirmación de su poder de convocatoria creyente organizada.

La mayor parte de los países latinoamericanos ha entrado en los 90 a una fase de consolidación de sus respectivos regímenes democráticos, en tanto elaboración de las condiciones -políticas, económicas, sociales y socioculturales tendientes a un desarrollo equitativo- que permiten prever razonablemente, aunque en grados diferentes, una etapa de estabilización en el sentido indicado. No obstante, es necesario recordar que bajo la superficie de gobiernos formales en América Latina, en una democracia tensada por la pobreza extrema, se capta la persistencia de una 'estructura profunda' de relaciones basadas en la lógica de sistemas patrimoniales de control y generación del poder (Malloy, 1991). Esta lógica patrimonial impregna un tipo de estructura social construida sobre el poder de jerarquías verticales -donde la institución eclesiástica ocupa un lugar principalísimo- y de redes clientelares, en un circuito que corroe los principios racionalistas y legales que han orientado la formación del Estado liberal de derecho.

La sociología política ha observado que cuando en un país no existe una tradición de cultura política propicia a las ideas y prácticas democráticas, el régimen político allí conformado probablemente no tendrá la suficiente estabilidad democrática. ¿Existiría entonces incompatibilidad entre la cultura política de América Latina y los valores democráticos en sus componentes liberales de ciudadanía activa? ¿Sería el autoritarismo de impronta religiosa, la forma de "buen gobierno" para el continente? Si bien tengo presente en especial la subregión andina, no me asiste la certeza de que, considerando la historia reciente, el cono sur pueda ser completamente excluido de estas preguntas. Las ciencias sociales y políticas discuten las distintas formulaciones teórico-doctrinales sobre el problema y sus efectos prácticos, en comparación implícita o explícita con el antiguo ideal religioso de sociedad perfecta, o el más pragmático de "buen gobierno" ya mencionado. La ruptura de los regímenes militares autoritarios, y la generación de transición a la democracia, no ha ampliado necesariamente la base ciudadana más allá de la participación electoral, y en ocasiones parece más bien haber transferido a los gobiernos civiles la administración de la crisis económica y política.

La precariedad de estos cambios resalta en los países donde la democracia ha resultado de la acción de élites comprometidas con una "reestructuración de la dominación" antes que de la movilización de sectores subordinados. Este sería el caso de Ecuador y República Dominicana, según proponen Catherine Conaghan y Rosario Espinal (1990). Ambas transiciones ocurren en condiciones socioestructurales adversas y similares: historia política marcada por la desorganización de la sociedad civil; élites conservadoras que dominan regímenes socialmente excluyentes; economías dependientes de un modelo agroexportador; diferenciación socioestructural retardada por industrialización extremadamente tardía; ausencia o debilidad de capas medias reformistas, de clase trabajadora militante, y de burguesía políticamente flexible. Un componente central de la transición es la insatisfacción ciudadana ante la incapacidad del sistema político de canalizar sus aspiraciones y llenar adecuadamente sus expectativas de calidad de vida, como también tienen un peso específico la redefinición del espacio político y profundización de la sociedad civil, el carácter de la legitimación y rol de las elecciones, papel de las fuerzas armadas y grupos paramilitares, la función ambigua de las iglesias(11) y las formas autóctonas de la religiosidad popular.

En esta caracterización, es fundamental considerar la política eclesiástica y la acción de los grupos religiosos en los momentos culminantes de conflictividad autoritaria en los años 70 y 80, cuando la crisis que afectaba a los sistemas políticos autoritarios, en especial su necesidad de apoyo de la población, favoreció la liberación de ciertas áreas de la sociedad respecto a su lealtad política al Estado y al gobierno. Es allí donde empiezan a actuar los actores religiosos y a desempeñar una importante función política populista, ocupando los "lugares vacíos" de la sociedad, aunque sin generar directamente en la sociedad civil una politización que conduzca a reactivar la capacidad de abrir camino al retorno democrático.

En Latinoamérica, la Iglesia católica y las sectas protestantes desarrollaron una notable estrategia en este sentido, ocupando los espacios sociales vacíos que representaban los suburbios de las ciudades grandes. Los grupos religiosos organizados emprendieron una campaña destinada a suscitar en los habitantes de los barrios pobres un espíritu y acción de comunidad en búsqueda de un doble efecto: i) la revitalización de formas participativas; y ii) la erosión en grados diferentes de la dominación autoritaria. El aporte de las iglesias a las transiciones democráticas de los 80 se articula en esta dirección, reforzando a su vez el peso moral de diferentes organizaciones cuya composición social se origina en las capas medias. Esta conjunción desempeñó un rol de primer orden en los movimientos antiautoritarios y a favor de las transiciones democráticas de los 70 y 80. En su análisis del problema, O'Donnell y Schmitter (1988:79-91) puntualizan que "las organizaciones de derechos humanos, los familiares de los encarcelados, torturados y asesinados, y a menudo las iglesias, son los primeros en alzar sus voces contra las facetas más repulsivas de los regímenes autoritarios, y lo hacen en medio de una grave represión, cuando la mayor parte de los restantes actores se avienen al régimen o prefieren ignorar sus atrocidades".

El activismo de derechos humanos fue rápido y efectivo en sectores de las iglesias cristianas, principalmente católica, de Brasil y Chile. No así en Argentina, Bolivia y Uruguay, donde la Iglesia, salvo las correspondientes excepciones, eligió ya sea justificar los actos de inhumanidad de las dictaduras en nombre del rechazo al comunismo, o bien refugiarse en un silencio no exento de complicidad.

Manuel Antonio Garretón (1988:344, en O'Donnell, Schmitter y Whitehead, vol. 2) coincide en enfatizar la función de la Iglesia Católica como actor e interlocutor político de fundamental importancia durante el régimen militar chileno, y como único espacio de información, supervivencia, defensa legal y oposición en el período autoritario, en virtud de la aplicación de los principios cristianos que el gobierno manejaba ideológicamente. Obviamente, la dinámica y tensiones internas de la Iglesia, derivadas de su propia estructura -su autodefinición en base a una misión por encima de gobernantes y gobernados- le impidieron asumir plenamente una acción política opositora y consecuente, pero ello no suprime el rol antagónico respecto a la dictadura que llegó a desempeñar en ciertos momentos. Indica Garretón: "El cambio de arzobispo en 1983 probablemente significó el pasaje de la Iglesia desde una postura de oposición crítica a otra de mediación entre el gobierno y la oposición, sin dejar de ejercer cierto grado de crítica. Aunque en algunos sentidos constituye una desventaja, este pasaje no ha reducido el papel crucial de la Iglesia como fuente independiente de testimonio y único canal institucional para la expresión del descontento de las masas que apareció durante ese año".

En análisis evualuativos similares, algunos autores han puesto énfasis en el rol de la Iglesia al interior del espacio dejado por los partidos políticos de izquierda en los movimientos sociales urbanos, aunque dirigiendo igualmente su atención a la despolitización concomitante. La Iglesia proporcionaba el espacio de reclamo, organizaba los ollas comunes y los talleres de trabajo, entregaba protección y aliento. Debido a las circunstancias, la Iglesia cambió su discurso habitual, la oración, y esto permitió que funcionen las organizaciones vecinales, aunque con bajísimo nivel de movilización política. En algunos lugares, se trataba de organizaciones básicas de subsistencia, paternalista y pobremente organizadas y dirigidas por la institución eclesiástica pero, hay que reiterarlo, no había dirección política hacia la democratización. A pesar de esta inflexión desmovilizadora, los movimientos populares amparados por la Iglesia causaron el temor de las élites económicas, cuyo interés en la transición democrática disminuyó al percibir un grado de aumento en la autonomía y participación popular. Ante esta tendencia de riesgo, las élites prefirieron apoyar los proyectos del gobierno del general Pinochet que concedían una libertad relativa y controlada, y no presionaron por la completa democratización del sistema político.

En este contexto de crisis, corresponde emplear un criterio comparativo y señalar la existencia de una importante diferencia entre la Iglesia chilena y la obra de la Iglesia brasileña en relación a la organización de la gente en situación de conflicto. En el caso chileno, esta distinción se deriva de una institucionalidad inserta en una sociedad mayormente secularizada y con un grado menor de mentalidad mágica (en sentido weberiano). Los obispos chilenos ejercieron su acción organizativa centralizada y directamente, sin recurrir al espíritu profético ampliamente manejado por el clero brasileño. En la acción episcopal chilena durante la dictadura no se encuentran consignas como "el pueblo de Dios" ni tampoco movimientos religiosos "informales". En el momento de crisis, la adecuación de fines y medios realizada por la Iglesia chilena para salvaguardar vidas y derechos humanos mostró una impresionante eficiencia. Sin autorrestricción ideológica alguna, empleó eficazmente su condición tradicional de inmunidad y sus conexiones internacionales en función de una meta específica y urgente: salvar vidas humanas.

No obstante, una vez restaurado el orden civil, la Iglesia chilena ha reanudado su rol tradicional. En el moderno Chile democrático y neoliberal, la Iglesia continúa apoyando la oscurantista legislación de raíces religiosas que margina a la mujer, consagra rígidamente la desigualdad de los géneros en dignidad y derechos (incluye numerosas disposiciones de incapacidad femenina para administrar sus bienes), y regula la conservadora doble moral de sexo. La institución católica prefiere abordar estos temas como cuestiones de familia antes que como asuntos de justicia social (12).

Un tipo de política eclesiástica local con participación directa en la gobernabilidad es el ofrecido por la Iglesia de Nicaragua en los años 70 y 80. Se trata de un caso de acción política diferente, asumida en todos sus efectos, liberadores primero, de responsabilidad política luego, y de regreso ulterior a los cauces institucionales matrices. Es conocido el rol libertario cumplido por la Iglesia post-conciliar nicaraguense, aliada con la burguesía dirigente en la lucha común contra la dictadura de Anastasio Somoza, y la posterior participación de esta coalición en la revolución sandinista. En 1979, todos los obispos nicaraguenses firmaron una declaración en apoyo de la lucha revolucionaria, documento de gran importancia por cuanto la situación aún no estaba decidida. Luego del triunfo de la revolución sandinista, los obispos firmaron una carta pastoral en la que se reconocía expresamente un papel a los sandinistas en el gobierno, con tal de que se mantuvieran ciertas salvaguardias clave. El sandinismo fue luego el primer gobierno en la sociedad contemporánea en otorgar a la teología de la liberación -en tanto Iglesia de los pobres- el estatuto de religión adecuada al nuevo orden en construcción. Esta acción suscitó un conflicto en que los portavoces de la jerarquía eclesiástica, una vez eliminado el autoritarismo somocista no controlable, retomaron activa y visiblemente el partido de los opositores al régimen.

En el Ecuador, país andino de marcada impronta religiosa en las esferas de lo público y lo privado, se ha dado desde 1992 una vinculación más estrecha del gobierno con la Iglesia que en décadas anteriores, de modo coincidente con las decisiones gubernamentales de modernización económica. Acciones como la restauración de la consagración del Ecuador a la Virgen María, reuniones formales del Presidente de la República con el Presidente de la Conferencia Episcopal ecuatoriana, constante invocación a Dios en instancias de gobierno, renovación de la obligación de concluir comunicaciones oficiales con una frase de advocación a Dios, hasta entonces en desuso, clases de religión financiadas por el Estado, delinean un perfil incongruente con la racionalidad instrumental exigida por la modernización tecno-económica de la sociedad global que el gobierno intenta poner en práctica. El populismo exacerbado del gobierno recientemente sustituido ha llevado al país a una situación de indefinición democrático-jurídica que se espera sea transitoria, en que la participación ciudadana se ha visto mediatizada por el poder parlamentario.

Cuando México, otro país de fuerte población indígena aunque con un Estado tradicionalmente anticatólico, formaliza en 1993 los lazos diplomáticos con el Vaticano, esta acción se realiza no solo en función del extendido sentimiento religioso popular -un catolicismo polivalente entretejido históricamente con un sentido mixto de subordinación a la autoridad y de resistencia al autoritarismo- sino con una finalidad práctica indudablemente ligada tanto al control del clero combativo, como a la liberalización de su economía en vinculación con Norteamérica. La Iglesia mexicana ha sido beneficiada en este reconocimiento al entrar en un nuevo pacto social de tipo corporativo que fortalece su rol como agente de socialización política, y acrecienta la posibilidad de neutralizar cualquier indisciplina interna del clero progresista. La influencia y acción política de este último continúa siendo relevante, como lo mostró el alzamiento campesino-indígena en el estado de Chiapas (enero de 1994), si bien posteriormente los dirigentes políticos del movimiento se han preocupado de deslindar ámbitos en cuanto a lo religioso.

Al igual que en México y en otros países latinoamericanos, un sector sacerdotal progresista de la Iglesia ecuatoriana ha defendido en la consolidación democrática posiciones de secularización y discursividad antigubernamental, acompañadas por acciones tendientes a un mejoramiento concreto de condiciones de vida, aunque con proyección política moderada. Para ellos se trata de llevar a la práctica el viejo sueño de la "liberación integral" del ser humano, que incluye el campo de lo trascendental. Si bien no encontramos en el continente un movimiento social que pudiere servir como referente para una comparación con el caso mexicano de Chiapas, existe una especie de común denominador para el clero progresista de todos los países. Sectores del episcopado han criticado lo que consideran una atención excesiva de la política institucional eclesiástica a la relación jerárquica entre Iglesia y Estado, así como también el descuido de las cuestiones fundamentales de vida que atañen a la base popular.

Al resumir este complejo cúmulo de experiencias, podemos decir que hasta 1980, el principal antagonista de los Estados latinoamericanos estuvo formado por las corrientes liberacionistas de izquierda, y las distintas religiones fueron percibidas como adversarias solo en la medida en que participaran de aquellas tendencias. En la década de los 90, vemos que el cristianismo occidental (católico y protestante) apoya a los gobiernos del orden establecido. Las divergencias religioso-institucionales con el Estado se plantean más bien como disparidad de criterios respecto a las modalidades del desarrollo económico, y como estilos de matización diferente (mayor o menor apertura ética) a manera de correctivos para la moral privada y ante la la corrupción imperante. En la actual axiologización de absolutos de las culturas "frías", aparece específicamente la religión como solidaridad, acompañada por valores "tranquilos" cuya posesión en nada perturba a otros: bondad, cooperación, confianza, moderación. Esta tendencia no conflictiva se exterioriza igualmente en las ideologías "blandas" ( soft ), especie de moral básica, laxa, respecto a la cual todos pueden otorgar su consentimiento y mantener la dialogicidad sin encontrar resistencias mayores.

Incluso las llamadas "religiones seculares"(13) han perdido en los 90 su potencial aglutinante debido a la desarticulación de los fundamentos -económicos, políticos, intelectuales- que las sustentaban, y promueven en la actualidad formas asociativas más laxas y liberales, apoyadas en una apelación a la sociedad en su conjunto. Estas agrupaciones enfatizan el respeto a las libertades civiles y derechos humanos básicos, y acogen una reformulación al estilo socialdemócrata de la oferta estatal de bienestar material para todos.

REFLEXIONES FINALES

Samuel P. Huntington (1972:186) ha indicado que en los sistemas políticos contemporáneos abocados a la modernización política y económica, los gobiernos necesitan promover la reforma social y económica por medio de la acción estatal. En este contexto, la reforma puede modificar las pautas tradicionales de valores y conducta, buscando una expansión de las comunicaciones y la educación, y ampliando las lealtades particulares a la nación. La reforma así planteada requiere la secularización de la vida pública, la racionalización de las estructuras de autoridad, la promoción de organizaciones específicas, el reemplazo de los criterios de atribución por los de realización y el estímulo de una distribución más equitativa de los recursos materiales y simbólicos. La acción de transición hacia la democracia demanda igualmente que el sistema se encuentre capacitado para asimilar las fuerzas sociales producidas por la modernización, a fin de lograr un nuevo tipo de conciencia social en que cristalice el deslinde entre poder local y participación nacional.

En la fase actual de las transiciones democráticas, cuando el equilibrio de poderes civil y militar parece recuperar en Latinoamérica sus niveles habituales y la sociedad civil incrementa la práctica de sus derechos, las iglesias cristianas reafirman activamente las políticas eclesiásticas y su proyecto de expansión a escala mundial, caracterizada en lo interno por su rol suprapartidista, y en lo externo, por su discurso supra o transnacional según la coyuntura. Para ello, promueven diligentemente iniciativas tendientes a afianzar su función socialmente integrativa, que al cuestionar la separación de lo religioso y lo social, estimula la ambiguedad del creyente privado que es también ciudadano público. Tal ambiguedad se redobla al interior de la fragilidad institucional de repúblicas que sienten el imperativo de (re)crearse periódicamente cada vez que eligen un nuevo gobierno. Si se multiplica esta precariedad por cada una de las entidades existentes, la institucionalidad religiosa podría aparecer, y de hecho lo hace para el común de los latinoamericanos, como el único vínculo durable y el único factor de estabilidad en los países cuya transición democrática se encuentra en proceso.

En los 90, el clero contestatario de los 60 y 70 ha abandonado en su mayoría el papel de combativo y de resistencia al orden social injusto para optar por vías prácticas de apoyo a la solución de la pobreza. A su vez, las iglesias han hecho prevalecer su cauce institucional tradicional por encima de las contingencias perturbadoras, y su rol formalmente moralizador al interior del proyecto de nueva evangelización global. La actual dedicación de un sector eclesiástico a obras prácticas de bienestar para la población -actividad por lo demás acremente criticada por los fieles tradicionalistas- no ha llegado a contrarrestar la orientación central, comprometida con la política papal de consolidar la institucionalidad eclesial y guiar la conciencia de las mayorías, antes que alentar acciones que modifiquen las prácticas e instituciones políticas hacia el fortalecimiento de la sociedad civil moderna. El hecho de que las aspiraciones de cambio se muevan dentro de una cosmovisión controlada, bloquea en buena medida una posible fractura de los moldes restrictivos heredados. Si bien la pobreza material es el mayor obstáculo para el ejercicio democrático, no lo es menos la pobreza agudizada por creencias y estructuras tradicionales que debilitan los mecanismos de acción y resistencia ciudadana de las mayorías.

Al mismo tiempo, en las ciencias sociales de hoy existe mayor claridad en considerar a las diversas iglesias como organizaciones sociales y transnacionales, provistas de recursos para movilizar proyectos definidos que determinan su lugar en la sociedad y en el sistema político. Un análisis de las transiciones democráticas implica entonces tener en cuenta los proyectos que decide la institución religiosa y las circunstancias en que los lleva a cabo. En este sentido, Bertrand Badie (1991:520) sugiere que la permanente crisis de apoyo que afecta a los sistemas políticos autoritarios, "tiende a liberar ciertas áreas de la sociedad de su lealtad política y por lo tanto a conducir a los actores religiosos a ocuparlos. Esto sucede frecuentemente en el mundo musulmán, como también en las sociedades de Africa negra o Latinoamérica". En América Latina, cuando la lucha contra el autoritarismo en los 80 fue conducida por la Iglesia católica, su influencia política creció considerablemente y le permitió, junto a grupos protestantes, obtener el control de los nichos dejados por los partidos de izquierda. Esta estrategia de obtener el control gradual de las "áreas vacías" ha tenido amplio efecto en los atisbos de los procesos latinoamericanos de transición democrática, como sucedió al quedar la dictadura chilena aislada del mundo democrático. Los actores religiosos adoptaron una actitud populista y asumieron la responsabilidad de los principales reclamos sociales, en un gesto que se reactiva indefectiblemente en momentos políticamente críticos. "La función populista de los actores religiosos", sostiene Badie (op.cit.), "está más estrechamente relacionada con las situaciones políticas prevalecientes antes que con cualquier perfil cultural o evidencia teológica"(14).

De este modo, la función populista que en 1996 aparece activa en muchas trasiciones latinoamericanas, tanto en la esfera gubernamental como en la institución eclesiástica, se articula con el proceso de democratización transmitiendo el reclamo popular e introduciendo luego los ingredientes de alguna medida de comunicación política, acción que tiene como efecto instaurar una élite político-religiosa sustitutiva del poder de la sociedad civil. A pesar de su incidencia en solucionar aspectos de la cotidianeidad inmediata, las consecuencias de esta estrategia no son beneficiosas para una conciencia ciudadana y una gobernabilidad participativa: la gente entra en un proceso de indiferencia e incluso de rechazo a la política llevada por sus cauces reales. Por lo mismo, las estrategias empleadas por los actores religiosos detienen la acción de la gente en varias esferas sociales: en la membrecía de asociaciones, en la crítica a la acción específicamente política, y en el cuestionamiento del enfoque partidista.

Se requiere entonces la incorporación de otros enfoques reflexivos que alimenten la creatividad política. Podríamos encontrar elementos para una salida al problema en la propuesta de formular nuevas preguntas a la realidad latinoamericana y andina, y de construir nuevas identidades en pluralidad (Amparo Menéndez-Carrión), trascendiendo el legado hispánico y la cultura política autoritaria y clientelar en una conjugación de lo tradicional, lo moderno y lo exógeno. En un programa así concebido, la gobernabilidad desde el ciudadano común encontraría los cauces para su ejercicio democrático activamente transformador en tanto incremento de la competencia para actuar sobre sí misma que toda sociedad posee.

Un componente de este programa podría residir en el refuerzo de una ética de la responsabilidad en sentido weberiano -conciencia clara respecto a las propias acciones y sus consecuencias- antes que una ética de la convicción o de la fe , en que el éxito o fracaso de la acción es atribuido a un ser divino o a otros seres humanos. Con todo, un enlace entre ambas normatividades es susceptible de ser realizado cuando los individuos efectúan sus elecciones de valores con la mayor autonomía, a la vez que respetan esta decisión en los demás, en una práctica democrática clave que combina razón, responsabilidad y libertad.

NOTAS

(1) Anthony Giddens, Modernity and Self-Identity , 1991, p. 32. Giddens define la modernidad tardía ( late, high modernity ) como "la fase actual de desarrollo de las instituciones modernas, marcada por la radicalización y globalización de los rasgos básicos de la modernidad" (p. 243).

(2) Cf. la tesis de Bertrand Badie en L'Etat importé, l'occidentalisation de l'ordre politique (1992) sobre la planetarización del ordenamiento sociopolítico occidental, en tanto exportación del modelo desde Europa y Estados Unidos hacia América Latina, Europa y Asia.

(3) La conocida frase de Nietzsche, "Dios ha muerto", retomada luego como punto de partida del pensamiento postmoderno, apunta a la variabilidad y multiplicidad de la vida moderna en tanto salida a un orden trascendente y religioso.

(4) Cf. el artículo de Bertrand Badie, "Democracy and religion: logics of culture and logics of action", en International Social Science Journal , Nº 129, agosto 1991, pp. 511-521.

(5) Cf. Claus Offe, "Ingobernabilidad. El renacimiento de las teorías conservadoras", en Revista Mexicana de Sociología , Vol. XLIII, número extraordinario, 1981, y para información sobre el contexto de la noción, al conjunto del contenido de dicho número. La reevaluación de actitudes respecto a la democracia liberal como régimen inadecuado para una economía neoliberal, constituye el núcleo del documento The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Comission (Triangle Papers Nº 8, New York University Press, 1975), elaborado por Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki para el primer plenario de la Comisión Trilateral en Tokio, mayo de 1975. Un análisis del contenido de dicho Informe se encuentra, entre otros autores, en Alan Wolfe, Los límites de la legitimidad. Contradicciones políticas del capitalismo contemporáneo , Siglo XXI Editores, México, 1981.

(6) Cf. el artículo "El Papa se pronuncia por un capitalismo con justicia social", en FMI Boletín , Vol. 20, Nº 11, Washington, junio 3 de 1991, p. 169.

(7) Véase el artículo "Cogobierno y derechos humanos", publicado en el diario El Mercurio (Cuenca, Ecuador, agosto 29 de 1993) por el arzobispo de la ciudad, Fr. Luis Alberto Luna Tobar, o.c.d. En este enfoque, los organismos de cogobierno serían a su vez complemento indispensable del sufragio universal, en la medida en que proporcionan eficacia al derecho de exigir rendición de cuentas al agente político elegido, al parlamento, cortes de justicia, partidos políticos, plebiscitos, asambleas comunales permanentes (cantonales, regionales, provinciales, sectoriales, nacionales).

(8) Véase, por ejemplo, John Burdick, "Rethinking the Study of Social Movements: The Case of Christian Base Communities in Urban Brazil", en Escobar y Alvarez, The Making of Social Movements in Latin America , pp. 170-184. Burdick analiza comparativamente una CEB con la iglesia pentecostal "Asamblea de Dios", ambas situadas en la periferia de Río de Janeiro, observando que la gente con problemas de analfabetismo, horarios laborales recargados, mujeres con conflictos domésticos, y quienes se autoidentifican como negros, percibe que las comunidades católicas son menos efectivas que el pentecostalismo en ayudar a tener fuerzas para sobrellevar estos problemas.

(9) El Vaticano se opuso firmemente en su momento al regreso al poder del depuesto Presidente constitucional de Haití, Jean-Bertrand Aristide, sacerdote próximo a la teología de la liberación, expulsado en 1988 de la orden salesiana. Se acusa al Vaticano de haber reconocido de hecho al gobierno militar actual, y de obstaculizar los esfuerzos norteamericanos por restaurar a Aristide, creando así fricciones entre ambas diplomacias. La acción militar y diplomática de Estados Unidos que intenta reiniciar la frágil democracia haitiana con el retorno del mencionado político, subraya la urgencia de constituir marcos estables para la economía mundial de mercado.

(10) Sobre este componente cultural de género, véase entre otros trabajos "El aspecto femenino de Dios", en Nueva Sociedad , Nº 82, Caracas, 1986, pp. 190-193.

(11) Alfred Stepan (1988:128) ha hecho notar que "en 1964 en Brasil, y en Chile en 1973, numerosos y poderosos sectores de la sociedad civil -incluyendo a la Iglesia- golpearon las puertas de los cuarteles y crearon el "momento Brumario".

(12) La ley chilena de divorcio con disolución de vínculo ha comenzado a ser discutida a principios de 1997 con abierta oposición de los sectores conservadores, incluyendo a la Iglesia.

(13) En Latinoamérica, la crítica al imaginario de las diversas corrientes de izquierda desde los 60 hasta los 80, ha censurado su carácter de iglesia laica de la revolución dentro de la lógica política de la emancipación, en que la verdad era el tema central de una religión universal, expresada a su vez en un discurso doctrinario que contenía todos los sentidos del mundo. Esta iglesia habría contado con mártires propios que nunca envejecen, y con una ideología sin problemas puesto que la realidad debía conformarse a ella. Se ha mencionado igualmente una lógica de sectas prevaleciente en el leninismo como acción de una vanguardia iluminada; en el trotskismo con su modo de denunciar a las dirigencias burocráticas mientras no accedía a la cúpula; en el estalinismo y sus prácticas luego de llegar a posiciones de poder. Cf. Tomás Moulian (1993) y su detenido análisis, históricamente contextuado, del marxismo latinoamericano como religión secular en los 60.

(14) El testimonio más reciente en este sentido es la gestión mediadora del obispo de Ayacucho, Juan Luis Cipriani, durante la crisis política suscitada en el Perú en 1997 debido a la toma de la embajada japonesa en Lima por el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.

BIBLIOGRAFIA

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