SOBRE EL FINANCIAMIENTO PÚBLICO DE LA CULTURA. POLÍTICAS
CULTURALES Y ECONOMÍA CULTURAL
Dr. Rubens Bayardo[1]
En este trabajo voy a abordar el tema del financiamiento público
de la cultura a partir de considerar algunos problemas fundamentales
de las políticas culturales y la economía cultural[2]. Entiendo que se trata de una cuestión
compleja, pues según las perspectivas conceptuales que adoptemos
respecto de los diversos elementos puestos en juego, y de las relaciones
que entre ellos propongamos, obtendremos distintas respuestas para
abordar cuestiones muy concretas. Quiero decir, que si partimos
de identificar a las políticas culturales exclusivamente con el
ámbito de las prácticas del así llamado "arte culto",
casi seguramente excluiremos a las artesanías regionales y a buena
parte de las industrias culturales del universo de lo que se considere
financiable en el sector. Pero podríamos aún remontarnos a preguntas
anteriores: por qué razones el sector cultural o un segmento del
mismo debiera ser financiado, qué clase de agentes o instituciones
deberían financiarlo, de qué maneras, en qué montos. No pretendo
dar respuesta a todos estos interrogantes, me interesa más bien
señalar lo discutible de la cuestión, subrayando su carácter arbitrario,
en el sentido de no natural, y consecuentemente su cualidad de problema
abierto a nuestros puntos de vista y a nuestras decisiones, a nuestra
libertad y a nuestras constricciones. Y en este sentido ofrecer
mi propia perspectiva sobre las cuestiones que considero prioritarias
en el financiamiento público de la cultura.
En principio, economía y cultura refieren a dominios que muchas
veces se consideran opuestos, inclusive incompatibles (Du Gay 1997).
Economía como trabajo productivo, Cultura como actividad ociosa
e improductiva, Economía como actividad material, tangible y mensurable,
Cultura como actividad espiritual, intangible e imponderable, Economía
como esfera orientada por el interés y la necesidad, Cultura como
espacio de lo desinteresado y libre. Economía como motor del desarrollo
y Cultura (hasta no hace mucho tiempo) como obstáculo al desarrollo.
En segundo lugar, economía y política también son concebidos
muchas veces como ámbitos contrapuestos. Economía como dominio natural
que no debería ser perturbado (la famosa "mano invisible del
mercado"), y Política como espacio de intervención. Economía
como práctica de todos desde el propio hogar, Política como actividad
de pocos ligada al espacio público. Economía como actividad de toma
de decisiones racionales impulsadas por una acuciante escasez de
recursos y de satisfactores, Política como juego de múltiples opciones
más allá de la subsistencia.
En tercer lugar, a pesar de que hablemos de políticas culturales,
política y cultura muchas veces son visualizados como espacios que
se repelen e incluso que deberían hacerlo. Frente a la creatividad
y la libertad frecuentemente atribuidas a la cultura aparece el
temor al autoritarismo del Estado o sus agencias, a la conversión
de la cultura en mera propaganda, a su uso como herramienta de manipulación
y de clientelismo. Es claro que todos estos abordajes y contraposiciones
resultan absolutamente discutibles, de aquí las dificultades para
pensar de una manera sencilla una problemática compleja.
Centrándonos en el tema que nos convoca, queremos rescatar la
conceptualización de Políticas Culturales que tiempo atrás planteara
Néstor García Canclini. Este autor sostiene que las políticas culturales
son un "conjunto de intervenciones realizadas por el Estado,
las instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados
a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades
culturales de la población, y obtener consenso para un tipo de orden
o de transformación social" (1987:26). En tal sentido las políticas
culturales constituyen la unidad simbólica de una nación, las distinciones,
divisiones y vinculaciones en su interior y con respecto a otras
naciones. Como vemos se plantea una gran amplitud en cuanto a cuáles
pueden ser los agentes de las políticas culturales: el Estado, las
instituciones civiles, los grupos comunitarios.
Cabe preguntarse si una política, que presupone la planificación
a largo plazo e implica acciones que refieran a objetivos comunes
y resulten concurrentes unas con otras, se puede llevar adelante
desde cualquier tipo de organización. Es decir si una empresa, una
fundación, un comedor de un barrio pobre, tienen la misma capacidad
que las agencias estatales para llevar adelante políticas culturales.
En este sentido entendemos que hay grandes diferencias en cuanto
a la capacidad de instrumentar y de llevar adelante políticas culturales
por parte del Estado o de los agentes privados o comunitarios. Pero
además, si bien existen otros modelos, en esta parte del mundo han
sido tradicionalmente los Estados nacionales los que han llevado
adelante estas políticas[3]. Consecuentemente, por su orden de magnitud y
sin descartar otras realidades y potencialidades, preferimos restringir
las políticas culturales al ámbito del Estado.
Otra cuestión a considerar es la relación entre política y acciones.
Una acción cultural puede consistir en organizar un concierto en
una sala, colgar una muestra de pintura en un museo, lo cual no
necesariamente requiere estar inscripto en una política, puede ser
algo puntual y absolutamente independiente. En cambio si hablamos
en términos de políticas culturales pensamos que hay un diagnóstico
previo de la situación, una toma de decisiones acerca de qué rumbo
seguir, la definición de determinados objetivos a alcanzar, un plan
de acción para lograr alcanzar esos objetivos, una serie de criterios
para monitorear y evaluar esas acciones, adecuando su curso. Es
decir que una política cultural puede reunir un conjunto de acciones,
coordinadas y puestas en función de unos objetivos comunes, pero
evidentemente no es lo mismo una política cultural que una acción
cultural.
Por otro lado se podría decir que acciones culturales ha habido
siempre: un mecenas que sostenía a un compositor para que elaborara
la partitura de una sinfonía, o que ofrecía un concierto en su residencia
de hecho estaba haciendo una acción cultural. El punto es desde
cuándo podemos hablar de políticas culturales, ¿se puede hablar
de políticas culturales desde siempre? Entiendo que no, porque como
campo disciplinario, como campo en el que se discuten un conjunto
de problemas, y donde se debaten algunos temas más o menos en común,
es algo que se plantea clásicamente entre los años 1960 y 1970.
Esto tiene mucho que ver con el tema del reconocimiento de los derechos
del hombre, que si bien no nacieron en el Siglo XX, tienen en ese
siglo toda una serie de desarrollos que terminan por incluir a la
cultura en un espacio peculiar y convertirla en objeto de políticas[4].
En la posguerra surgieron en una serie de instituciones que son
las que hasta el día de hoy siguen organizando las relaciones internacionales:
la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización de
las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO),
el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Organización
Internacional del Trabajo (OIT), la Organización de Estados Americanos
(OEA). Si tuviéramos que identificar cuáles son las organizaciones
más explícita y directamente vinculadas con la cuestión cultural
queda claro que en primer lugar está la UNESCO. Pero no puede desconocerse
que también han ido teniendo importante intervención otro tipo de
organizaciones del sistema de Naciones Unidas, que proveyeron una
serie de concepciones que han terminado nutriendo el sector de la
cultura, como el PNUD y la OIT[5]. Lo que interesa resaltar es que
son estas organizaciones las que han propiciado conferencias, reuniones,
planes de acción, prioridades de investigación, trabajos y conceptualizaciones
que constituyen el núcleo de las políticas culturales. Pero no
puede ignorarse la importancia al respecto que tienen los bancos
y las entidades de crédito que financian políticas culturales.
Una política cultural no es tal si no tiene posibilidades de ser
puesta en funcionamiento, y las posibilidades de ser puesta en funcionamiento
tienen que ver con que hayan sido elaborados los mecanismos por
los cuales se va a financiar esta política. Los Estados, según sus
diferentes modelos de política cultural destinan fondos a la cultura,
pero a nivel internacional el financiamiento básicamente viene dado
por los grandes bancos como el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano
de Desarrollo (BID). En el momento presente son sus líneas de financiamiento
las que hacen que sean posibles o nó determinadas prioridades establecidas
en la política cultural. Cuando el Banco Interamericano de Desarrollo
plantea el tema del patrimonio cultural, la regeneración del tejido
urbano, el turismo como un mecanismo de reincentivo de las economías
locales, indudablemente está haciendo posible las políticas culturales
orientadas en estos sentidos[6].
De hecho no está contribuyendo sino indirectamente a lo que pueda
ser el fomento de la creación artística, la protección de la condición
laboral del artista, los derechos autorales, pues cuando se financian
algunos rubros se dejan de financiar otros. Queda claro entonces
que el financiamiento externo incide en la formulación de las políticas
culturales por parte de los Estados.
Aun cuando nos consideremos satisfechos con esta formulación de
las políticas, la adjetivación de 'culturales' requiere ciertas
precisiones. Existen numerosas lecturas y diversas apropiaciones
de la noción de cultura, y el problema es que se incluye y que se
excluye de la misma. Podemos entender a la cultura desde un punto
de vista tradicional, ligado al uso mas corriente y del sentido
común del termino. Nos referimos a ese que se encuentra en las secciones
y suplementos de los diarios y demasiado frecuentemente en la práctica
de las instituciones del sector, donde la cultura refiere en forma
casi exclusiva a las artes y al patrimonio. Pero también podemos
concebir un dominio más amplio y atento a nuestras realidades cotidianas
más ostensibles, en cuyo caso la cultura involucra no sólo a las
artes y al patrimonio, sino también a las industrias culturales,
sin las que en modo alguno es posible comprender la dinámica de
las sociedades del presente (Cardona y Rouet 1987). Podríamos todavía
concebir una esfera más amplia aún, progresivamente antropológica,
con la que hoy día trabajan las organizaciones internacionales como
la UNESCO. La cultura refiere a las artes, al patrimonio, a las
industrias culturales y al desarrollo cultural en su diversidad
creativa, involucrando la conformación de identidades, la afirmación
de tradiciones, la producción de innovaciones y el desenvolvimiento
de la creatividad al servicio de un desarrollo humano simultáneamente
económico y cultural (UNESCO 1996).
Es interesante señalar que entidades claramente situadas en el
espacio de la economía, y más particularmente de las finanzas, cómo
el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial (BM)
y el Fondo Monetario Internacional (FMI) hace tiempo ya que vienen
sosteniendo que "la cultura cuenta", esto es, forma parte
de las cuentas (República Italiana - UNESCO 2000, Sosnowski 1999).
Aquí entramos de lleno en una línea de pensamiento sobre la cultura
que no sólo no la opone a la economía sino que discute y difumina
los límites entre ambos dominios, y hasta concibe a la cultura como
un sector económico. Es decir, se trata de un sector productivo,
donde se elaboran bienes y servicios, donde se genera valor y beneficio,
donde se crea empleo y riqueza (Benhamou 1997), de lo cual dan cuenta
los indicadores presentados en los Informes Mundiales sobre la Cultura
de 1998 y de 2000 de la UNESCO. Es también un espacio donde se llevan
a cabo intercambios que inclinan significativamente las balanzas
comerciales de los países y sus capacidades de decisión autónoma.
De ahí las dificultades para lograr consensos al respecto de las
transacciones culturales en los acuerdos de la Organización Mundial
del Comercio (OMC). La mirada sobre la cultura se ha vuelto central
hoy, al punto que puede considerársela casi como una moda en algunos
ambientes, aunque en otros siga siendo ignorada o subestimada como
elemento decorativo.
De hecho la cultura en Argentina es administrada básicamente por
instituciones públicas y es un renglón del presupuesto del Estado
en sus niveles nacional, provincial y municipal. Pero además el
mercado de la cultura crece, no se limita a las industrias culturales
entendidas en términos de radio, cine y televisión sino que mas
bien deberíamos hablar de unas "industrias de la cultura"
(Getino 1995). Estas, abarcando las artes y las letras, el patrimonio
y el turismo, los espectáculos y la gastronomía, los diseños y la
moda, la misma cotidianidad estetizada y travestida, se constituyen
en áreas económicas profundamente interrelacionadas. Además de escritores
y artistas, numerosas personas trabajan en la cultura o en relación
al sector: utileros, costureras, electricistas, sonidistas, curadores,
marchands, guionistas, libreros, cineastas, administrativos, gerentes
y directores de instituciones y empresas culturales, forman parte
de una lista que podría resultar muy extensa. Y otro extenso listado
podría conformarse con empleos e industrias que directa o indirectamente
dependen de la presencia de infraestructuras y de actividades culturales.
Sin embargo la invisibilidad de la cultura como espacio económico
persiste (Achugar 1999), al punto que hemos de preguntarnos por
lo reiterado de ignorar esta forma de existencia del sector y de
subrayar exclusivamente sus aspectos ideacionales o de contenido.
Tampoco es aceptable que la economía cultural sea pensada simplemente
en términos de externalidades, esto es de los beneficios indirectos
que conlleva, cuando su propia dinámica debería ser objeto de una
atención más esforzada. No se trata simplemente que nuestros artistas
funcionan muchas veces como embajadores de expresiones más amplias
que hacen a nuestra realidad y a nuestro posicionamiento como nación,
ni que las noches de gala en el Teatro Colón agasajan y seducen
a funcionarios y empresarios con los que luego pueden establecerse
vínculos productivos o comerciales. Hay en el sector cultural toda
una cadena del valor, referida a la formación interna de valor y
a las relaciones con otros campos, en las distintas fases a través
de las cuales se constituyen los bienes y los servicios culturales,
que no puede ser ignorada (Stolovich 1997). Para llegar de la idea
original al consumidor final es condición sine qua non pasar
por las etapas de investigación y desarrollo, de producción, de
distribución, de comercialización. Y estas suelen requerir de otras
fases mas o menos especializadas y cada vez mas relevantes en las
que también se forma valor, como la traducción, el doblaje, el packaging,
el marketing.
En la Argentina las actividades de supervivencia, de aprovisionamiento
y de generación de riqueza usualmente concebidas como económicas
están en crisis, en una recesión de casi cinco años, con la mitad
de la población bajo la línea de pobreza y una cuarta parte directamente
en la indigencia[7]. Hay necesidades básicas insatisfechas, mercados
desbocados y serios problemas en el consumo, en el comercio, en
la distribución, en la producción. Sin embargo la producción cultural
y el consumo cultural experimentan un auge inusitado[8], que bien podríamos pensar como
formas compensatorias o de reemplazo ante el cierre de la economía
tradicional. El mismo esta fundado sobre todo en las iniciativas
de comunidades, grupos e individuos más que en unas políticas culturales
claramente orientadas en ese sentido. Desde los gobiernos se aprovechan
las propuestas de la propia sociedad y de las fuentes de financiamiento
internacionales pero no llegan a consolidarse políticas que superen
la circunstancia y lo corporativo, que tengan una perspectiva a
largo plazo y de bien común.
Quizás por esa misma razón es que hemos dejado prácticamente de
hablar de políticas culturales, restringiéndonos al espacio más
estrecho de la gestión cultural entendida como acción para la contingencia
provista de un conjunto de técnicas supuestamente probadas. Aclaro
que no es esta mi concepción sobre la gestión cultural, pero ya
he tratado el tema en otros momentos y no es esta la ocasión de
volver a hacerlo (Bayardo 2001). Paradójica y casi mágicamente está
a la orden del día en nuestro imaginario el diseño de planes estratégicos,
que presuponen una visión y una serie de metas a alcanzar mancomunadamente.
Pero estos suelen caracterizarse por la uniformidad si no por el
calco unos de otros, por la reduplicación, por lo extrapolable de
sus propuestas y por el carácter descendente de sus formulaciones.
Se invocan públicos desconocidos, actividades escasamente registradas
y formas de participación y de representación muy cuestionadas.
Las necesidades culturales que pretenden satisfacer las políticas
culturales son necesidades de difícil definición y de mas difícil
consenso, que muy frecuentemente no alcanzan a expresarse en demandas
claras (Domínguez 1996). A diferencia de las necesidades de ingreso,
salud, educación, vivienda, sobre las que contamos con criterios
estandarizados más o menos expandidos y discutibles, que posibilitan
elaborar y cotejar las demandas, nos encontramos aquí frente a continuas
aperturas. Como necesidades que refieren a nuestra diversidad creativa
privilegian muy distintos dominios, que no son coincidentes, que
nos enfrentan y nos unen en el mismo conflicto en que nos constituyen.
En tal sentido son necesidades que requieren de una especial atención
sobre los grupos e individuos que integran una sociedad concreta
para ser definidas y atendidas satisfactoriamente. Este puede ser
buen momento para poner sobre la mesa cual debiera ser el sentido
de las políticas culturales de cara a la economía cultural a la
que hicimos referencia.
En Argentina resulta algo no menor cuando leemos en los diarios
que, de la mano de la devaluación del peso, las industrias culturales
nacionales podrían ser adquiridas por capitales transnacionales
a precios viles[9].
Parece muy limitado considerar que se trata apenas de una fatalidad
económica, pues la volatilidad de los mercados permitiría que se
consumara la disolución en el aire de un siglo de afianzamientos
en la prensa y la radio, el cine y la impresión de libros, la televisión
y las innovaciones mas recientes, que hemos visto crecer y decrecer
en este país. A mi entender el problema mayor reside en la nación
que parece presentar grados de disolución muy altos y capacidades
de reacción dispersas. De resultas de cinco lustros de influjo neoliberal
queda mas clara nuestra condición de mercado que de nación. De aquí
que mi punto de vista reclame la mirada de una política cultural
y de una economía cultural que de una política y una economía a
secas.
En el mundo post industrial, donde declinan las fábricas, se proclama
el fin del trabajo, y el reemplazo de los obreros por los empleados
de cuello blanco, la economía y la cultura resultan indisolublemente
entrelazadas. Como he sostenido en otras oportunidades asistimos
simultáneamente a la culturización de la economía y a la economización
de la cultura (Bayardo 2000). La economía apela cada vez más a elementos
simbólicos y a reingenierías culturales, mientras que la cultura
se incorpora de lleno en el mercado. Pero en este movimiento, la
economización de la cultura conlleva una inclusión subordinada y
una instrumentalización de la cultura de la cual quedan excluidas
las políticas culturales como las hemos planteado anteriormente.
Estas en cierto modo han reemplazado a la economía política de la
distribución y están puestas a la orden del día (Achugar 1999).
Pero, a contrapelo de las recomendadas vías de desarrollo ascendente,
se practican sesgadamente como políticas culturales de reconocimiento
de la diferencia, sin atender a la desigualdad ni a los diversos
proyectos de desarrollo que podrían ofrecernos otras tantas oportunidades.
Se trata más bien de una estetización depuradora de conflictos de
los modos de vida, en franco contraste con realidades de creciente
malestar que reclaman más que hermosas imágenes.
Las categorías económicas que de hecho operan en la cultura, podrían
aplicarse crítica y reflexivamente, si dejara de considerársela
como un decorado balsámico. Pero esa es la visión que sigue predominado
incluso cuando se piensa económicamente la cultura. Por ello la
cultura resulta concebida todavía hoy como algo suntuario, propio
de gente pudiente, un gasto innecesario. Aunque en el otro extremo
resulta un mercado como cualquier otro, que involucra sectores de
ingresos cada vez mas dispares y donde pueden hacerse buenos negocios.
En Argentina, más particularmente en Buenos Aires, hemos escuchado
decir en mas de una ocasión "que los monumentos se ganen la
vida". "Que los monumentos se ganen la vida", como
si en su aparente inmovilidad no vehicularan sentidos constitutivos
de nuestra existencia presente y de nuestro futuro, que ameritan
su conservación más acá y más allá de una economía pura y dura.
Como si sólo razones de mercado pudieran justificar su permanencia.
Se entiende así que la disolución de los lazos sociales y la desnacionalización
nos condujeran a este tembladeral en que actualmente vivimos.
También hemos escuchado decir que en esa supuesta batalla entre
San Pablo y Buenos Aires por ser la capital del Mercosur, la cultura
de nuestra ciudad permite superar las ventajas económicas de la
ciudad paulista (Cazenave 1997). Es cierto que disponemos de una
enorme producción cultural, que la oferta artística de la ciudad
es inagotable, que su atractivo y reconocimiento no pueden ponerse
en duda. Aquí la cultura funciona como una fuente de trabajo, como
aquello de lo que podríamos llegar a vivir, algo tan material como
la economía tradicional y quizás más relevante aún. Pero ante una
economía declinante, incierta y fluctuante, vivir de la cultura
se ha convertido en una verdadera utopía entre siglos. Sobre todo
porque los que conocemos el ambiente cultural sabemos que quienes
no brillan en el sistema de las estrellas, enfrentan penosas dificultades
para producir y difundir sus obras. También sabemos que las condiciones
laborales y las remuneraciones de la mayoría de los artistas y trabajadores
de la cultura son indignas, que el acceso de la gente a la producción
y al consumo de las expresiones culturales resulta insatisfactorio.
Entre el economicismo y el culturalismo deberíamos encontrar un
camino, no ya salomónicamente intermedio sino de diálogo reflexivo,
y aquí es donde me interesa retomar el problema del financiamiento
en relación con las políticas culturales y la economía cultural.
En principio el financiamiento público de la cultura debe dejar
de ser percibido como un gasto suntuario y anti económico para pasar
a ser percibido como una inversión, sin la cual las inversiones
privadas y comunitarias no encuentran un cauce adecuado y en ocasiones
apenas se producen[10]. Pero además se presentan cuestiones relativas al direccionamiento
de los fondos públicos. La intervención del Estado en cultura se
ha inclinado por momentos a financiar a los creadores por la vía
de becas, subsidios, créditos y premios. En otras ocasiones desentendiéndose
de la producción se ha enfocado hacia el consumo, financiando a
los públicos por la vía de ofrecer espectáculos gratuitos, reducir
el precio de las entradas, aproximar las actividades a los barrios.
En términos económicos diríamos que el financiamiento de la cultura
se ha concentrado en los dos extremos de la cadena del valor: ora
en la producción, ora en el consumo. En términos culturales diríamos
que este financiamiento ha supuesto que alcanza con acercar artistas
y públicos, desconociendo la importancia ineludible de las mediaciones
y de los mediadores, de las numerosas actividades involucradas en
la economía cultural.
Entiendo que no debe dejarse librados a su suerte a los productores
ni a los consumidores, y que el mejoramiento de sus condiciones
es algo difícil de resolver y necesario, pero no basta con ello.
El problema es que la misma economización de la cultura a la que
aludimos anteriormente, ha generado un alargamiento de la cadena
del valor, donde las fases y los agentes que intervienen entre la
producción y el consumo son significativa y crecientemente costosos
y relevantes (Koivunen y Kotro 1998). En la distribución y la comercialización
de los bienes y los servicios culturales hallamos una gran complejidad,
caracterizada por la especialización y por la concentración diversificada,
que se ha vuelto central. Esta distingue a los productos y sus costos
pero también a sus condiciones de amigabilidad, de disponibilidad,
de difusión y de acceso.
En un país que solo se reconoce como mercado, dejar libradas la
distribución y la comercialización a los grandes conglomerados transnacionales
es firmar la partida de defunción de la creación cultural local
autónoma, es liquidar la creatividad que nos constituye como nación.
Por eso el financiamiento de la cultura requiere en el presente
que ese camino de diálogo al que referimos, que también es de conflicto
y de consenso, se trace en promover iniciativas que amplíen las
esferas de la distribución y de la comercialización, posibilitando
la circulación de múltiples manifestaciones. El apoyo a la creación
de pequeñas y medianas empresas en este ámbito, la convocatoria
a proyectos renovadores de este rubro, el planteo de regulaciones
y controles sobre el sector, constituyen vías posibles para encarar
el problema. Esto permitiría que esa producción que existe en abundancia
y que ese consumo cultural que también nos caracteriza, dispusieran
de los canales adecuados de acceso de los usuarios a los bienes
y los servicios, para posibilitar un encuentro democrático y representativo
de la pluralidad de las necesidades y de las demandas en nuestra
sociedad.
Bibliografía
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conflit et pluralisme, Editions UNESCO, París.
[1] Director del
Programa Antropología de la Cultura, FFYL, UBA; Director Adjunto
del Observatorio Cultural, FCE, UBA; Director del Diploma de Estudios
Avanzados en Gestión Cultural, IDAES, UNSAM.
[2] Este texto se basa sobre una aproximación anterior y menos desarrollada
del tema, la que fue presentada al Primer Seminario Políticas Culturales
y Relaciones Económicas, Ciclo de Seminarios Internacionales sobre
Pensamiento y Gestión Cultural, Bolsa de Comercio, Buenos Aires,
2 de octubre de 2002.
[3] En términos
muy generales suele distinguirse entre el modelo europeo continental
donde el Estado (sea a nivel nacional, regional o municipal) interviene
activamente en el diseño y financiamiento de las políticas culturales
y el modelo anglosajón donde la intervención estatal es más limitada
y se concentra en la asignación de fondos a organizaciones independientes
que son las que otorgan subsidios a las entidades solicitantes.
El caso argentino se encuadra en el primer modelo, administrado
en los distintos niveles mencionados por reparticiones de cultura
cuyo rango varía, pudiendo tratarse de Secretarías, Subsecretarías,
Direcciones o Departamentos. Con todo la existencia del Fondo Nacional
de las Artes (FNA) introduce un factor emparentado con el segundo
modelo, con la salvedad que el FNA otorga directamente sus subsidios.
[4] Nos referimos
concretamente a los derechos culturales que si bien registran antecedentes
en la Revolución Francesa, se establecen con claridad en algunas
constituciones nacionales a fines de la primera guerra mundial (1917),
e internacionalmente en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948, así como en diversos pactos y convenios posteriores,
entre los que cabe destacar el Convenio Internacional sobre Derechos
Económicos, Sociales y Culturales de 1966 (Cfr. Harvey 1990).
[5] Cabe destacar
que los debates acerca del desarrollo y la cultura propiciados por
el PNUD encuentran una interesante síntesis a fines de los ochenta
en la conceptualización y elaboración del Indice de Desarrollo Humano,
que supera la anterior centración en variables de crecimiento económico
e incluye indicadores culturales. Asimismo el convenio 169 de la
OIT (1989) da apoyatura para reclamos jurídicos por territorios,
por autonomía y por el reconocimiento de derechos de los pueblos
indígenas y resulta un hito significativo en cuanto a nuevas formas
de tratar con la diversidad cultural.
[6] Cfr. distintos
números de la revista BID América, donde el tema del patrimonio
cultural, las ciudades, el turismo y los aportes de fondos del BID
se tratan con recurrencia (www.iadb.org/exr/idb/indexesp.htm
).
[7] Cfr. diario
Clarín, Economía: "La situación social:16.865 nuevos pobres
por dia. El 53% de los argentinos está por debajo de la línea de
pobreza. En apenas un año, hay 6,15 millones de nuevos pobres.
Ahora, existen 19 millones de personas en esa situación. La indigencia
subió a mayor velocidad aún. Los más perjudicados son los niños",
Buenos Aires, jueves 22 de agosto de 2002. Véase también diario
La Nación, Economía: "La crisis provocó que haya 5,2 millones
de nuevos pobres. Según la encuesta del INDEC hay 19 millones de
personas en esa condición en todo el país", Buenos Aires, jueves
22 de agosto de 2002. Véase también diario La Nación, Economía:
"La crisis: el FMI presentó las proyecciones económicas para
2003. Para el Fondo el país vive la peor crisis de su historia.
Prevé que la economía argentina caerá un 16% este año y crecerá
solo el uno por ciento en 2003", Buenos Aires, jueves 26 de
septiembre de 2002.
[8] Cfr. diario
La Nación, Espectáculos, nota de tapa: "Fenómeno: no sólo tienen
éxito las propuestas gratuitas. La crisis se combate con arte.
A pesar de los problemas económicos, la gente colma teatros, salas
de cine y conciertos, aun a precios no muy accesibles", Buenos
Aires, viernes 21 de junio de 2002.
[9] Cfr. diario
Clarín, Opinión, Tribuna Abierta: "El default y las amenazas
a nuestra identidad cultural. La Argentina enfrenta el riesgo de
ver enajenadas sus industrias culturales a precios viles, como consecuencia
de la depreciación de nuestra moneda" por Pablo García Mithieux,
Buenos Aires, jueves 18 de abril de 2002. Véase también diario Clarín,
Opinión, Tribuna Abierta: "El país ante el peligro de quedar
sin industrias culturales propias. Por su importancia estratégica,
en otras partes del mundo reciben una especial protección. En nuestro
país, y en plena crisis, el sector se encuentra inerme." Por
Pacho O'Donnell, Buenos Aires, 7 de mayo de 2002.
[10] Al respecto
puede verse la investigación llevada adelante por Margo Hajduk (1994)
sobre el financiamiento de actividades culturales por parte de empresas
en Argentina. Si bien se destacan los aportes privados a la música
y las artes plásticas, el patrimonio cultural y los museos, el apoyo
disminuye notablemente en lo que hace al teatro, la formación artística
y la creación de nuevos espacios. Usualmente el financiamiento privado
se dirige a espacios consagrados y de visibilidad en sectores ABC1
de la población, dejando de lado la creación experimental y las
expresiones contestatarias, por lo que cubre un espacio limitado.
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