El sentido de lo público como espacio abierto. Del monoteísmo moderno al politeísmo postindustrial.

José Luis Rodríguez Regueira. Universidad Católica San Antonio

Roser Sentís Maté. Universidad Rovira i Virgili

1.1. Monoteísmo[1].

Ustedes disculparán la osadía de utilizar conceptos teológicos como metáforas a partir de las cuáles pensar la modernidad y sus fases, sobre todo si reparamos en que la noción de secularización se convierte en uno de los ejes a partir de los cuales ésta es interpretada. En el caso de aquellos que estén más familiarizados con la museografía es posible que esto no les parezca precisamente original, ya que son muy numerosas las interpretaciones que han situado a los museos como “lugares” de culto. La “representación” aparecería entonces como escenificación de ese carácter sagrado de la comunidad interpelando a sus miembros a reconocerse en ella mediante ritos, de cohesión social dirían algunos antropólogos, que tendrían como fin el exorcitar los problemas cotidianos, los affaires privados que acrecentasen la rivalidad y desestabilización de la convivencia en el seno de la comunidad, para reinstaurar de nuevo un estado de armonía colectiva.

Podríamos decir que la modernidad reposaba sobre dos principios fundamentales, que eran la fe en la razón, o el cientifismo, como ideal en base al cual anunciaban el dominio pleno de la humanidad sobre la naturaleza –y del cuerpo mismo como metáfora en nuestro ser de ésta-, y la Historia, o el movimiento, como perspectiva que iluminaba esa conquista del espacio irracional, su control, por parte del hombre. Esto indica que una de las bases sobre las que radica este pensamiento es la producción de exterioridad, es decir, la necesidad de disponer de un referente exterior a partir de cuyo distanciamiento o control toman sentido los ideales racionalistas, y éste podía serlo la naturaleza como materia, el parentesco en las sociedades primitivas, o los vínculos religiosos y tradicionales. El cuerpo y la naturaleza, así, se convierten en espacios que deben ser colonizados por la razón, sometidos a su ley, y lo mismo podría decirse del otro, en principio en tanto que primitivo sometido en su estado natural a este mismo proceso de embrutecimiento o irracionalidad.  

De alguna manera es posible afirmar que se invierte el pensamiento teológico feudal, y la dimensión material cobra identidad y autenticidad en la medida en que va adquiriendo mayor autonomía, al tiempo mismo en que el logos que impulsa este proceso de emancipación se sitúa en un plano metahistórico -más allá de la cotidianidad del día a día y de la individualidad de los sujetos concretos- que actúa como utopía, como promesa que idealiza esa conquista del futuro que preconiza el cientifismo moderno. Si en el régimen anterior el ideal de perfección estaba ligado a la contemplación, o la espiritualidad, y la felicidad en el más allá, en la modernidad tenemos que la producción, o transformación de la naturaleza en beneficio del hombre, se convirtió en el motor de la historia, entendida ésta como desvinculación con respecto a los vínculos dados en la tradición. Es decir, durante la modernidad el mundo terrenal pierde su carácter contingente, y como tal efímero, para devenir el espacio en el que el hombre puede ser tal, pero al mismo tiempo este mismo pensamiento moderno reinstaura el principio de la utopía –la realización plena del Hombre fuera de la Historia- mediante el culto al Estado o la nación, en tanto que racionalización que se nutre de la energía que le entregan sus individuos en su búsqueda de la eternidad, del progreso de la sociedad.

Es esta mediación entre lo individual y lo colectivo, habitualmente expresado como el espacio de la ley, aquello en lo que estamos interesados, y que en el caso de la museografía se convertiría en una representación de los valores de la colectividad, en la expresión fáctica de la sociedad. La ley, al igual que las escenificaciones museográficas en la primera modernidad, serían la vía a través de la cuál el individuo se reintegra en el orden colectivo, actuando así como una “representación” de la deidad, de la sociedad en este caso, que únicamente le permite al sujeto como opción de redención, aquí de autenticidad, su reconocimiento en la institución como ámbito sagrado cuya legitimidad proviene de una autoridad más allá de todo cuestionamiento individual, la sociedad como expresión de la razón universal moderna.

En relación a esto, como nos recuerda Llorenc Prats, en los museos, así como en las activaciones patrimoniales, aquello que es susceptible de culto debe participar de una especie de aura que resalte su carácter extraordinario, su lugar fuera del ámbito de lo cotidiano, y le preste su carácter esencialista e intemporal –metahistórico- a la escenificación, intentando con ello delimitar un espacio de culto o absoluto sobre el que se apoyen las experiencias, o el peregrinaje puesto que se trata de un viaje de recuentro, de sus visitantes. Éstos dejarán atrás sus quehaceres cotidianos, privados y efímeros, para reconocerse ritualmente en los valores y lazos que les identifican como miembros de su colectividad, y renovar así, en este acto de comunicación o comunión, su compromiso con ella.

Para esta concepción monoteísta moderna podría decirse que la ley, el ritual, o la escenificación museográfica serían simulacros de segundo orden a través de los cuáles los ciudadanos de la modernidad, al igual que los cristianos en su participación del espíritu santo, pueden reintegrarse mediante el culto en la totalidad. La sociedad, al igual que Dios, como dimensión de lo absoluto, sólo puede ser representada, mediada, y los sujetos sólo pueden ser tales, cobrar conciencia de su autenticidad o identidad, en la medida en que siguiendo el orden del ritual, o la representación, busquen identificarse y encontrarse en la deidad. Lo más destacable, sin embargo, de la teología racionalista moderna es que ésta sitúa en la Historia, en la conquista del futuro, la consagración de los ideales de la humanidad, en tanto que orden ligado a la trasparencia de la razón, a la colonización de todos los rincones, y consecuentemente, a la destrucción de esa barrera, la naturaleza o la irracionalidad, sobre la que se había constituido filosóficamente. En el último apartado volveremos sobre esta idea, sobre todo en la medida en que supone el final de un orden cerrado, el del control y previsión del acontecer, por otro más abierto o imprevisible, que algunos autores, desde diferentes posiciones, han bautizado como segunda modernidad o era del riesgo.

1.2 Monoteísmo débil, culto carismático o la recuperación del sujeto como actor.

Durante los años setenta, con la consolidación del final de los procesos de descolonización, y el debilitamiento del lugar del Estado con motivo de los movimientos que en diferentes países tuvieron lugar en el 68, se inaugura un incipiente proceso de des-institucionalización. El sujeto deja de ser ese recipiente vacío sobre el que el grupo, o sus delegados, imprimen su sello, para ser concebido como agente, quien en la praxis instrumentaliza los discursos en que busca confinarle el poder para imprimirle sus propios contenidos, en función de las situaciones en que debe hacer uso de ellos. La ley, la mistificación del espacio público, deja de ser el centro, para darle espacio a la relación que con ella establecen quienes la usan, la apropiación y exterioricación de ésta en función de unas condiciones históricas concretas, que convierten en más importante el significado y uso que tiene para el ciudadano de a pié la ley, que su sentido propiamente jurídico. El sujeto es consciente de la estructura como legitimación, por eso la utiliza para lograr ciertos objetivos, pero, por esto mismo, su mundo no puede ser ya confinado en el de las estructuras.

Este énfasis en la praxis tendría su equivalencia museográfica en la lectura de autor, o en los primeros tientos de la museografía interactivo pedagógica, en donde el sentido y éxito de una obra, o una exposición, reside en la apropiación final que de ella hagan sus lectores, sus visitantes. Este usuario activo se convierte en el centro, descentrando con ello, y evitando el sentido lineal, que pudiesen atribuírsele a las narrativas de sus diseñadores. Las posibilidades que abrió esta lectura, alimentada en base a las aportaciones de autores como Foucault, Deleuze, Barthes, Bakhtin o Derrida, están en fase de experimentación aún. De éstos, Barthes sería posiblemente el que congeniaría mejor con nuestro lector activo, quien argumenta en torno a la separación, en el mundo de la literatura, entre el productor del texto y su usuario, destacando ese espacio intersticial que debe incentivar el “intelectual”; la interpretación, ese texto que produce el lector, y que escapa al orden profundo de la escritura, a la gramática del reconocimiento.

Otro discurso de los años setenta, aunque como réplica comunitarista al que acabamos de apuntar, en donde el núcleo era el sujeto activo, ratificando ese esteticismo individualista tan propicio a los autores de la época, sería la opción marxista heterodoxa Gramsciana, aunque resignificando su concepción del desarrollo, o el significado, que pierde su unidireccionalidad, de arriba hacia abajo, para abrirse a la dialéctica con la que las clases subalternas irrumpen en la Historia. En países como México, Italia, o el Reino Unido, en donde estas ideas alcanzan importancia la izquierda re-conceptualiza el espacio público como un escenario de confrontación simbólica, en donde las clases populares son portadoras de sus propias tradiciones, y en base a éstas se apropian e imponen límites a las pretensiones de totalidad, de control y dominio absoluto de la realidad, de las clases hegemónicas. Esto implica, por tanto, el principio del final del orden clásico de la “representación”, al que nos referimos en el apartado anterior, ya que sugiere, y legitima al mismo tiempo, a la anomalía como opción para un orden alternativo; el local popular.

Algunos discursos museográficos se harían eco de este contexto incorporando en sus espacios rasgos distintivos de las clases populares urbanas y campesinas, haciendo uso de éstos como emblemas que ilustran valores y prácticas alternativas a las que éstos identifican como hegemónicas. El mundo rural, acoplándose a las modas Hippies que venían sucediéndose desde los años sesenta, y los barrios obreros, éstos menos, al igual que ocurrió en el romanticismo decimonónico, se convierten en la fuente de inspiración de los intelectuales progresistas que pretenden abanderar su cruzada contra los valores que el capital, y el estado burgués, intentan implantar. Nuevas inquietudes, como el ecologismo, y esta nueva sensibilidad anti-modernidad industrial, tienen su icono en propuestas que llegan hasta nuestros días, como la del desarrollo sostenible, de la que nos ocupamos ahora mismo, y en la creación de formas de acción social más participabas y desligadas de las adscripciones clásicas de clase.

Un hito importante, como réplica oficial relacionada con este contexto, tiene lugar en 1972, en que, en el marco del club de Roma, se publica el informe “los límites del Crecimiento”, y del que alimenta su ideología lo que se vino en llamar desarrollo sostenible, que en líneas generales podríamos definir como un compromiso entre la posibilidad de maximización de los beneficios del modelo industrial capitalista, y la necesidad de garantizar la protección, y reproducción, de los recursos que este modelo consume para su disfrute por las generaciones venideras. El modelo industrial progresista que seguía reproduciéndose bajo el ideal moderno que interpretaba la naturaleza como materia que la ciencia podía transformar en energía al servicio del progreso del Hombre, es puesto en cuestión, en la medida en que ese modelo de progreso consumía recursos vitales para existencia de la vida de una manera mucho más veloz en la que el propio planeta era capaz de regenerarlos. La naturaleza impone límites que el hombre debe respectar, y los énfasis en los estudios sociales en este campo se desplazan a los estilos de adaptación, o equilibrios, entre el medio y su relación con él por parte de diferentes grupos humanos.

Este modelo se ha mantenido, con las correspondientes actualizaciones epocales, hasta fechas muy recientes, como muestran los escritos de Godelier entre otros, o la inclusión en los discursos de desarrollo oficiales, sean agrarios, urbanísticos o turísticos, de la idea de sostenibilidad. Como ocurría en el caso de la cultura popular, con el redescubrimiento por parte de la izquierda de la tradición, esta nueva concepción del desarrollo no implicó demasiados cambios con respecto al modelo racionalista industrial hegemónico hasta entonces, en la medida en que no se desmarcaban de esa ruptura entre naturaleza y cultura, en el caso del ecologismo, o el valor comunitario, colectivo representativo, de la tradición en el caso de aquellos discursos que apelaban al desarrollo endógeno de las clases subalternas. La naturaleza toma valor en la medida en que es apropiada, sirve al modelo de desarrollo occidental, pero no por sí misma, al igual que tampoco se supera esa distinción entre un espacio y otro, el cuerpo y lo espiritual, la vida natural y la social.  

Lo que intento remarcar es que no se modifica la relación que establecemos con la naturaleza, en la medida en que ésta sigue viéndose como una fuente de energía de la que depende el hombre, y éste sigue concibiéndose como algo cualitativamente distinto de ésta, racional, y en base a tal cualidad sigue reproduciendo su uso colonial del medio ambiente. El hecho de que se le de un uso no estrictamente utilitario, como el paisajístico, aunque convertido en rentable a través del turismo, o que se incida en un mayor esfuerzo por mantener una relación equilibrada con la naturaleza, no implica en sí mismo que modifiquemos nuestra manera de entenderla y de relacionarnos con ella, y sobretodo, de interpretarnos de una manera alternativa a la que impuso la modernidad, que fue de hecho quien nos empujó a conceptualizarnos como algo que participaba de un ser distinto al del resto de especies vivas.

El referente museográfico que busca hacerse eco de este contexto es el eco-museo, cuyo prefijo eco- intenta transmitir vida al museo como institución, sacándolo de los espacios cerrados, en que se producían las representaciones propias de la modernidad, y integrándolo en el espacio cotidiano, social y natural, en el que toma forma la vida de quienes habitan el “lugar” objeto de exposición. La historia, las maneras de hacer determinados productos, el patrimonio natural, las costumbres y valores de la población local, tratan de mostrarse in situ, en relación a su ubicación originaria y el sentido que tienen para quienes son sujeto de las activaciones patrimoniales escenificadas. Existe una intención, entre los museógrafos e intelectuales, por superar esa distancia que en las épocas anteriores habían situado al “museo”, como metáfora del espacio público, fuera del espacio cotidiano del día a día. La población local, y la relación a través de la cual ellos se entienden así mismos como comunidad y se apropian del medio para satisfacer sus necesidades materiales y simbólicas, se erige en el centro de este tipo de recreaciones.

En este mismo contexto tienen lugar la aportación de otros autores, que como en el caso de Derrida, apunta alguna ruptura con respecto al panorama que acabamos de mostrar. En su obra encontramos sugerencias que cuestionan esa distinción entre lo interno y lo externo, entre la naturaleza y la cultura, y que enfatizan en la apertura textual, en el caso de la literatura, en la generación de un contexto completamente nuevo, en el caso de la derivación que de su obra llevamos a la museografía. Así, si en el caso de Barthes remarcamos la importancia que tenía el lector, y su apropiación de la obra, legitimando esa desviación con respecto a la norma como simulacro, como vida que cobraba realidad en la acción, en la instrumentalización y actualización de la ley, en la aportación de Derrida lo nuevo, aquello que se construye, ha quedado definitivamente desvinculado de la ley, abriendo sus itinerarios a una infinitud de contextos nuevos. Rompemos así con el posibilismo anterior, que fijaba los límites entorno a los cuáles el poder –lo social- definía aquello que tenía sentido y aquello que no, y el texto literario, en este caso, se libera de los determinismos sociológicos que caracterizaron a las propuestas anteriores, para abrirse a un abanico infinito de relaciones.

El orden de la "representación", que en la modernidad había basado su fuerza, en palabras de Faucoult,  en su valor como "la ley interna, la red oculta", queda ya muy lejos de esta lectura, irreverente en su desprecio tanto por la jerarquía, como por la linealidad, bastiones de la modernidad. Estamos por primera vez, ahora sí, ante una relación abierta o creativa ante el mundo, en donde ya no prima la colonización o apropiación del futuro, sino una nueva modalidad de asociación con él, en donde el sujeto no queda encerrado dentro de ningún centro, sino que se desplaza junto con el mundo según va decidiendo su itinerario, pedazo a pedazo. El mundo deja de existir fuera del sujeto, en la medida misma en que el sujeto mismo no puede explicarse al margen del mundo, posiblemente en consonancia con las formas de acción política y estilos de vida que defendían muchos de los movimientos sociales que se forman en los años setenta, especialmente los de índole espiritual y/o ecologista. Un nuevo tipo de comunicación, no basada ya en el reconocimiento, nace en este contexto, que incentiva la participación y la creatividad, el diálogo, entre quienes se encuentran y quieren hablar, sea tu interlocutor otra persona, un paisaje, o un grupo de faisanes. Se crece por la piel, por la superficie, por los límites, experimentando, sintiendo el roce del mundo, dándonos a su descubrimiento.

Estas tendencias se fueron consolidando dentro de la museografía a lo largo de los años ochenta. Éstos nos traerán, como principal característica de ruptura con respecto a la década anterior, la legitimación de las industrias culturales, y especialmente los medios de comunicación, como canales para llegar a lo que vino en llamarse sociedad de masas, antes despreciada en el mundo de la cultura. Las masas surgen como un nuevo actor, y rivalizan con el lugar que “lo popular” o lo “tradicional” habían tenido en la década anterior. En el caso de la museografía y el patrimonio sus activos se ordenan en base a una intención pedagógica, dar a conocer de una manera más accesible a todas las capas de la sociedad sus contenidos, ratificando el compromiso y el sentido de la institución museográfica como mediadora de la sociedad a la que representa, lo que le confiere aún un sentido político, o relacional, a estos escenarios.

Este nuevo panorama auspiciaba una concepción más interpretativa de la “realidad” y de la comunicación, buscando reducir la distancia entre aquello que era objeto de representación y la facilitación de su acceso al conjunto de la sociedad de la que los museógrafos actúan como mediadores. El orden, el sentido de lo público, desde esta aproximación interpretativa, solo puede ser apreciado perspectivamente, lo que multiplica las opciones de orden a través de los cuales el consumidor accede y se apropia de la trama escenificada. Las tecnologías audiovisuales, y las opciones que éstas ofrecen en relación a un tipo de consumo más flexible o interactivo, se convierten en los soportes sobre los que se diseñan y consumen muchas de las recreaciones museográficas.

De una manera didáctica, al igual que pensar en un electrón que gira de manera ordenada alrededor de un núcleo, es sin duda un ejercicio notable de imaginación, pero eso no lo invalida como estrategia para que un niño pueda entender aquello que con este gráfico busca comunicarle su profesor, la interpretación que sobre el espacio público presenta un investigador, en base a una serie de motivaciones y a prioris particulares, y el diálogo a través del cual busca conversar con su interlocutor, es una metáfora que simboliza el encuentro entre los mundos del investigador y el investigado, y no tanto el resultado de la participación de una gramática profunda, que sólo él puede desvelar. La vitrinas, o las piedras no hablan por si mismas, y hay que ayudar a que el visitante entienda el sentido que a éstas le han encontrado los especialistas, quienes optan por comunicar en un lenguaje más accesible a todos los públicos aquello que se llevan entre manos, en la medida en que el circo romano de Tarragona, como patrimonio de la ciudad, no debe ser tan sólo un escenario al alcance de los eruditos y conocedores de las gracias del antiguo imperio, sino algo que puede hacérsele accesible a un peón, si éste manifiesta una inquietud por acercarse a éste mundo, y su guía, o la representación de éste, intenta entenderse con él.

Así, aunque los gestores culturales en los años ochenta empiezan a mostrar una mayor preocupación por llegar a la gente, que en cierta manera es producto del cuestionamiento del orden institucional, su sentido de  “el patrimonio”, “la identidad”, y otros aspectos que pasan a ser objeto de escenificación, siguen legitimándose aún en base a centros de poder definidos, incluida la ciencia. Lo que distingue a estos espacios de otros, como los centros comerciales, o los parques temáticos, es que ha habido una investigación, que se está en posesión de la verdad, si bien ésta hay que hacérsela llegar de una manera más atractiva al gran público. La ficción, o historia a través de la cual se narra un determinado contenido, parece estar enmarcada dentro de esa lógica que favorece la imaginación, la lectura, aunque manteniendo, en cierta manera, el esqueleto o estructura sobre la que el recorrido y apropiación de éste por parte de sus visitantes es posible. El diálogo, o la comunicación, no tiene lugar en la apertura entre las dos partes, en la “intersubjetividad” como complicidad o entendimiento entre quienes practican este encuentro, sino, una vez más sobre el reconocimiento.

1.3 Politeísmo.

Hoy en día, el término de moda, el multiculturalismo, contiene matices semánticos que hacen difícil el que “la diferencia” se identifique en base a los mismos esquemas que acabamos de apuntar. Si bien es cierto que este término puede instrumentalizarse para legitimar la exclusión de los “otros”, quienes pueden no disponer de los mismos derechos legales, políticos y sociales que el resto de la población, también lo es que afirma la posibilidad de más de un núcleo dador de identidad, aunque con la malévola intención última, en ocasiones, de confinarles en sus guettos. Esta definición del otro sigue estando mediatizada o bien por una concepción jurídica paternalista y prescriptiva implícita en la lectura clásica del Estado del bienestar, o bien, desde una lógica más afín aparentemente al discurso neoliberal, ese otro debe ser obviado, sin que el estado, ni la ley, puedan interferir, ni definir, la diferencia salvo en aquellos casos en que la convivencia esté amenazada. La lectura hegemónica, no obstante, sigue siendo la clásica racionalista y progresista, la cuál sigue reivindicando la necesidad de regular y definir el espacio público desde arriba, determinando, en última instancia, que es susceptible de existir y que no.

La ley, en su lectura no normativa, deja de ser una estructura, y pierde su autoridad, para convertir al Estado y a sus delegados y jueces en mediadores de conflictos, quienes no imponen tanto una manera de “deber ser” como obligan a las partes a encontrar una salida negociada. Aunque esto es algo que en nuestro país puede ser visto como ciencia ficción, como tendencia ahí está, y a nosotros nos permite situar esa definición del otro en dos casos extremos, las versiones monocentristas expuestas, y ésta última policentrista y/o abierta que acto seguido pasamos a documentar. En este sentido, autores como Alain Touraine, o el antropólogo y Jurista Lui Assier, han expuesto argumentos en ésta línea al incidir tanto en la necesidad de abandonar el paternalismo de Estado en beneficio de una total secularización del Derecho, pero también, y ahí reside la novedad, en buscar imaginar a la sociedad sin un núcleo, es decir, abierta o reestructurándose continuamente, si preferimos a Manuel Delgado.

Desde éste último planteamiento, el espacio público queda vaciado, para que en él puedan darse los trayectos, e imprimirse los contenidos, que sobre la marcha sus moradores decidan. Sea una ciudad, un centro comercial, o un viaje en autobús, el escenario elegido, éste solo será en la medida en que los encuentros  casuales entre anónimos reconfiguren su paisaje,  y éstos se vean transportados, y vean modificadas sus trayectorias, en la multiplicación de vías que abra cada nueva situación. Supresión de la utopía en favor de la heterotopia como cotidianidad. Flirteos entre desconocidos en una terraza mientras tomamos un café, el CD de Otis Reding que contiene las canciones de aquél verano tan especial, entre los estantes del hipermercado, o el cruce de miradas en el autobús entre el nuevo inmigrante andino y el viejo murciano que vuelve, por unos días, a la tierra que dejó viente años atrás. Matices, sorpresas, entre paseantes solitarios que nos muestran, si nos dejamos llevar por ellos, la vida del espacio urbano. Una nueva poética de la relación con el espacio y nuestro entorno social, en donde el sujeto nos muestra en primera persona su experiencia del mundo dejándose llevar por el ritmo, o la forma del trayecto, y las posibilidades que le abren aquellos a quienes encuentra.

Encuentros y cruces casuales entre viandantes que nos van arrastrando de un itinerario a otro, mostrándonos fragmentos de vidas que, como la propia trama con la que las espiamos, nos llevan a lugares inimaginables. El espacio público, siguiendo esta misma inercia, como ha escrito Bakhtin, es una narrativa polifónica, poseída por una multiplicidad de voces, que “está construida como un conjunto formado por la interacción de varias conciencias, sin que ninguna de ellas se convierta del todo en objeto de otra” (1985:18). Dentro de esta concepción de la novela polifónica de Bakhtin las terceras personas “no participantes no son representadas de ningún modo. No hay lugar para ellas, ni en la composición ni en el sentido más amplio de la obra”. (1985:18). En su lugar, el relato siempre habita en el intersticio entre el enfoque del momento, la lexia que uno está leyendo y narrativa en perpetua formación según el propio trayecto de lectura .

Este acontecer liminal y abierto, en primera persona, sólo puede actuarse si previamente ese centro ha quedado vaciado. Esto nos obliga a cuestionar la importancia que en nuestra civilización tiene del mito como centro colmado de poder, como lugar trascendente de reconocimiento, que ejerce su influencia sobre la manera de pensar y actuar en el mundo de quienes estamos atrapados en él. La distancia que a lo largo de la modernidad separó al cuerpo, como naturaleza, y al mito, como estructura comunitaria, es una metáfora de la manera en que ésta nos inducía a entendernos y relacionarnos con nuestro entorno, o aquí con el cuerpo, inscribiendo sobre él aquellos principios a los que el ritual, como actuación del mito, confería inteligibilidad.

Esta necesidad, o obligatoriedad, de referentes exteriores sobre los que reconocer el espacio, o considerarse miembro de un determinado grupo de parentesco, no parece que sea compatible con nuevas formas de sociabilidad, y los procesos de individuación que están llevando en los países occidentales a que casi el 50% de la población viva sola, o la influencia que, de la mano de los medios de comunicación y los grandes intereses del mercado, está ejerciendo la globalización en la desarticulación de la frontera entre lo propio y lo ajeno, que había caracterizado a la lógica de Estado. Esto, antes de nada, sugiere el fin de la relación de complementariedad entre lo masculino y lo femenino, la naturaleza y la cultura, y, en base a estos cambios sociales, una transformación en la manera de entender el espacio público, ajeno a la influencia del monoteísmo moderno, en donde la periferia ya no es producida como margen atravesado por una lógica hegemónica, y lo privado y lo público invierten su posición, y se le sugiere al tipo de la esquina que el mundo no habita fuera de él, sino que es el quien lo hace aprendiendo, experimentando, o simplemente consumiendo.

Esta dinámica no está exenta de paradojas, y, así, mientras un segmento de la población se deja llevar por las posibilidades que abre esta liminalidad, el cuerpo como simulacro que pone al mundo en el límite en que actúan los sujetos como protagonistas de sus vidas, otro segmento  se inserta dentro del espacio de la representación, del lugar como escenario de culto. Respecto a la primera, podemos pensar en la película Blake Runner como expresión de la utopía postmoderna, en donde el producto del hombre, los replicantes como artificio, toman conciencia, y reivindican su sentido como seres vivos, deslegitimando el poder que el hombre tiene sobre su destino. El futuro está abierto a lo que sus héroes quieran hacer, y como la protagonista replicante que sobrevive en el film, no hay código de barras que pueda adelantar su muerte. Desde esta lectura, el cuerpo se vacía del mito, sobre el que la deidad, Dios, la sociedad, o la tecnología, inscribía sus signos, para adquirir vida fuera de sus espacios de reconocimiento, abriéndose a un Destino no escrito. Desde otro lugar, el espacio de la representación, lo natural se convierte en aquello que es necesario proteger, con lo que pierde su autoridad, su naturaleza externa, y se convierte en un simulacro más, en algo que hay que mantener, y continuar escenificando, para generar la sensación de que la realidad escenificada sigue siendo tal.

3.2. El mercado y la producción del Otro. Politeísmo económico.

Muchas de las ideas que han marcado las tres últimas décadas han pasado a formar parte de los resortes a través de los cuáles el mercado se inserta y reproduce en nuestra cotidianidad. Entre estos rasgos podría destacarse su lógica abierta, no articulada entorno a un solo centro, sino basado en la segmentación de públicos, y en los mecanismos a partir de los cuales se acerca a éstos y activa sus productos. Los estudios de mercado sintetizarían una nueva lógica muy diferente a la propiamente científica, que sería el modelo que había servido de metáfora a la modernidad, y en lugar de tratar de que el mundo sólo pueda verse reconocido en su centro, esta versión neocapitalista detecta necesidades latentes entre su público potencial, las fabrican y se las venden, buscando cubrir tantas gamas como sensibilidades hayan encontrado sus investigadores de mercado. Esta nueva estrategia empresarial rompe con la intención colonizadora de los modelos anteriores y, en su lugar, exalta la autonomía, la elección de un estilo de vida propio, hecho a medida.  

Los principios del márketing y de la gestión se impregnan de esta intención cualitativa, proponiendo modelos que se oponen a nociones fundamentales de la modernidad, como la importancia que tenía en ésta la jerarquía, y reivindican una mayor participación de todos aquellos que estén implicados en el escenario tratado, incluidos los clientes, facilitando así el flujo de información entre las diferentes partes de la empresa, o implicados en un proyecto X, y permitiendo una mayor capacidad de respuesta ante los cambios que vayan ocurriendo, en la medida misma en que su estructura, día a día, los va asimilando. Éste sería posiblemente el cometido de los estudios de satisfacción del cliente. Frente al modelo cerrado institucional, propio de la primera modernidad, ahora se defiende un modelo más comunicativo, bajo la supervisión de expertos en recursos humanos, ya que las personas son lo importante, se nos diría desde esta nueva lógica.

Esta "apertura" invita a una atención más personalizada, multiplicándose las narrativas en torno a las cuales un sujeto accede al consumo, y la empresa le invita a "inventarse" en su marco. El reconocimiento, como línea entre un más allá y un sujeto que busca entrar en contacto con él, ha mutado por una nueva modalidad de reconocimiento como consumo. El protagonista es el cliente, pero esto no evita el que la empresa no haya generado toda una serie de narrativas e hitos de consumo en torno a las cuales tendrán lugar las experiencias de sus consumidores. Esta modalidad neocapitalista, aunque desde una nueva lógica policentrista, sigue necesitando de la existencia de centros, de lugares ocultos a los que ahora se tiene acceso a través del consumo. El ritual, que durante la modernidad permitía a los miembros de una comunidad mediar con lo desconocido, y que reproducía así la frontera entre lo natural y lo cultural, o lo público y lo privado, ahora, en su modalidad capitalista, invita a sus clientes a construir sus propias historias, en las que "lo social" no es ya la guía entorno a la cual articulan sus experiencias, sino que se le induce a nuestro héroe a que piense que es él el único protagonista, que es él quien crea y decide con sus opiniones el mundo en que habita.

Esta lógica sugiere la convivencia de distintas órbitas, una para cada segmento de público identificado, dentro de las que deberán quedar atrapados los consumidores. Desde este punto de vista se nos ofrece la posibilidad de poder acceder a un amplio número de estilos gastronómicos, a todo tipo de información a través de las opciones interactivas de la TV Digital, o al consumo de diferentes músicas étnicas, pudiendo elegir, consumir a la carta, según nuestro apetito circunstancial, aunque sin que podamos romper con esos arquetipos con los que la empresa, que ahora apela a la primera persona, nos llama a reconocernos, incluso como plenos protagonistas, en sus escenarios. Estamos quizás ante la consolidación de la jaula de hierro Weberiana, aunque ésta posiblemente haya llegado a nosotros a través de una lógica algo diferente a la que este autor esperaba, y es que en lugar de confinarnos en el espacio de la institución, bajo el imperio de la razón universal, el mercado nos da la posibilidad de elegir el mundo en que queremos permanecer, aunque bajo el sine quanum del consumo como reconocimiento.

Desde este mundo-empresa a la carta, un museo, el espacio público, o un producto, serían tratados como “marcas”, es decir, como espacios ficticios atravesados por un denominador común, un artista, el mercado, o un poblado Íbero, que participan de diferentes narrativas, en función de los segmentos de público identificados, y modalidades para su consumo. En unos casos, el perfil de los consumidores exigirá un tipo de reclamo más elitista, como los museos clásicos, o un castillo medieval, que mantenga la distancia y el aura entre la obra, como reliquia, y su consumo, mientras que en otros se sugerirá una participación más activa, en que la distancia entre el referente y el consumidor no sólo desaparezcan, sino que le permitan a éste último revivir en sus carnes la época objeto de consumo, o participar de un proceso chamánico, por ejemplo. La marca podría ser una cultura precolombina, pero el que ésta sea producida y consumida en base a un modelo de referencia moderno o postmoderno, no le importa al mercado, salvo en la medida en que satisfaga las expectativas de dos públicos muy diferenciados.

El público manda, y esto puede llevar incluso a que formas de hacer, o de conocer, propias de la modernidad sigan reproduciéndose como simulacros en nuestros días si hay una demanda que rentabilice su mantenimiento. La importancia que está adquiriendo como reclamo la naturaleza, o el pasado, son un buen ejemplo de cómo un mismo producto, en función de quien sea el cliente, puede tomar formas y consumirse, desde modalidades muy distintas. En este sentido puede entenderse la rehabilitación de centros históricos, reclamo cada vez más lucrativo de un tipo de turista adinerado internacional, y su nuevo uso recreativo y turístico. El segmento de público mismo identificado, y como caso podemos tomar al que suele engrosar al turismo cultural, condiciona las estrategias que se seguirán, y podemos encontrarnos con que “la cultura de una ciudad” puede presentarse a través del pasado que condensa entre sus muros el casco antiguo, una serie de museos, y varias representaciones de folklore en la sala del hotel en el que se alojan aquellos a quienes van dirigidas. La necesidad del estereotipo, del otro como reclamo, no sólo exagera su fisonomía, sino que aconseja como más práctico mantener las distancias en su consumo, dado que esto aumenta su sensación de autenticidad. Esto, sin embargo, choca con nuevas modalidades de cosmopolitismo estético que sitúan la autenticidad en la experiencia, en la implicación y participación en primera persona de la cultura con la que se entra en contacto.

En ambos casos estamos ante nuevas modalidades de producción y consumo de autenticidad, aunque una tenga más afinidad con el discurso moderno, y la otra se nos aparezca como innovadora. Para presentar la primera podemos retomar a los centros históricos, y apuntar la tendencia que muestran éstos de tomar un color y una fisonomía completamente circular, hiperreal nos diría Baudrillard, que les conducen a parecerse cada vez más a la imagen del pasado que a la industria turística le interesa, deshaciéndose de sus moradores incómodos, de estilos arquitectónicos poco acordes con la imagen de armonía que quiere proyectarse, y de todo aquello que impida a la ciudad, y a sus gestores políticos y económicos, acercarse al ideal que ha construido de sí misma y de su pasado.

Los centros históricos adquieren ese tono singular, que los diferencian del resto de ciudades turísticas rivales, haciéndolos únicos pero familiarmente parecidos a cualquier otro. Una producción del pasado, o del otro que exagera su exotismo, su diferencia y su hermetismo, y que a diferencia de la modernidad, no le invita a reproducir estructuras urbanas y estilos arquitectónicos hegemónicos, sino a identificar aquello que lo singulariza, y una vez obtenido, tematizar toda la ciudad en base a dicha excusa. Los centros comerciales y los parques temáticos, serían la alternativa empresarial a esta inercia, dado que su relación totalmente artificial con el territorio, la historia y la sociedad, permiten un tipo de interacciones en sus escenarios que no invitan tanto al culto, como al jugar con esa misma historia.       

Este aspecto más lúdico lo han incorporado también las recreaciones ligadas al turismo cultural y a la museografía, aunque más que esta tendencia, lo que habría que destacar es el lugar privilegiado que en éstas han adquirido los sentidos, como modalidad de consumo o apropiación, en sus productos y exposiciones. Como comentamos en el párrafo anterior, la novedad reside en que lo “real”, “lo que hay que ver”, o el sentido de la “autenticidad”, se da en la acción misma con la que el cliente protagoniza sus incursiones en el territorio, en la vida de campesino, o en el recorrido de la obra de  Picaso. Una nueva de mediación entre el consumidor y aquello a consumir que se decide sobre la marcha, y que se vive con todo el cuerpo, como una experiencia que me dice cosas sobre mí y mi manera de entender el mundo, y que desde este enfoque más visceral puede influir sobre mi trayectoria vital. Esto ha ocurrido ya en ocasiones, por ejemplo en viajes para Yuppies en Perú, que ha dado lugar en algunos casos a que tras una estancia prolongada en la selva, y conviviendo con comunidades indígenas, a alguno de ellos les ha sido imposible volver a su cotidianidad anterior a esta experiencia.

Aunque no sean muy frecuentes estas reacciones, sobre todo porque su mercantilización indica un uso controlado de estos entornos, las reacciones que suscitan, y las predisposiciones sobre las que se apoyan, manifiestan diferencias notables con respecto a los contextos modernos anteriores. Para empezar, el conocimiento adquiere un carácter expresivo que tiende a desplazar de su hegemonía a las modalidades más racionales anteriores, y, en este mismo sentido, el cuerpo adquiere realmente autonomía sobre el mito, en la medida misma en que aquello que absorba será aquello que haya decido explorar o experimentar, construyendo su relato en función de éstas situaciones que él mismo vaya protagonizando, y que por su escenificación en vivo nunca sabe a dónde pueden llevarle. El performance sería el concepto que mejor expresaría esta situación, ya que supera la relación que la representación mantenía con un centro dado, e indica las sensaciones de movimiento, tiempo real y liminalidad que marcan la dinámica de estas interacciones. Una nueva ritualidad que predispone a un tipo de relación con el otro, el medio, y nuestro cuerpo diferente, que ya no los domina, los somete al mito, sino que se deja llevar por las posibilidades que ofrece cada nuevo escenario para aprender del mundo, puesto que a éste último lo hacemos día a día en la medida en que nos abrimos a hablar con él.

La pega, por que siempre la hay, es que al mercado le interesa remarcar estas fronteras, estas distancias y autonomías del otro, puesto que éste es un reclamo creciente para un público que demanda diversidad cultural. La escenificación museográfica puede entrar en éste juego, mostrándole a los niños las excepcionalidades del otro, de su compañero magrebí, o ecuatoriano, reproduciendo así esa concepción policéntrica del espacio público, la cual, está más empeñada en mantener las distancias entre personas y culturas, que las posibilidades infinitas que abren las relaciones entre éstas. Como réplica afirmar que la diversidad, en su expresión pura, está en el metro, en los patios de los colegios, en la gran mayoría de nuestras plazas, y de lo que se trataría es de dejarnos alimentar por ella, modificando nuestra manera de relacionarlos con la diferencia, evitando colonizarla para incorporarla en nuestro bagaje vital como herramienta que multiplica, con cada nueva interacción, las vías que esta diversidad nos abre para vivir el mundo.

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[1] Una versión ampliada de este escrito ha sido presentado en el IX Congreso Nacional de Antropología de la FAAEE, en Barcelona, con el título “De la representación al performance. El museo como metáfora del espacio público”.


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