NUEVOS DESAFÍOS PARA LA DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS

TERCER CONGRESO VIRTUAL DE ANTROPOLOGIA Y ARQUEOLOGÍA.

PONENTE: ALAN F. CARRASCO DÁVILA

TEMATICA: DERECHOS HUMANOS.

 En las democracias incompletas de Latinoamérica el movimiento de derechos humanos enfrenta unos desafíos básicos de redefinición.

Para caminar en la cuerda floja hay que mantener el equilibrio mientras se avanza resueltamente por un alambre, con el peligro constante de caer en el abismo. Ésta es precisamente la naturaleza del desafío que el movimiento latinoamericano de derechos humanos confronta en la actualidad: ¿cómo equilibrar la labor de promover y defender los derechos humanos ante tantas demandas, tensiones y contradicciones?

A casi un cuarto de siglo desde su fundación, la comunidad latinoamericana de derechos humanos enfrenta hoy desafíos fundamentales de redefinición, tanto en lo que se refiere a la naturaleza de su misión como a las estrategias que adopta para lograr las metas y objetivos definidos. Enfrenta tensiones en múltiples frentes que no pueden resolverse con facilidad. Por ejemplo, el movimiento de derechos humanos debe centrarse simultáneamente en temas relacionados con el pasado como también en problemas ligados a violaciones actuales de los derechos. Para crear un balance, se debe trabajar en distintos niveles (local, nacional e internacional) así como también intervenir en los ámbitos públicos y privados al mismo tiempo, y determinar cómo lidiar con derechos que son aparentemente contradictorios. A menudo, las presiones y exigencias de la realidad chocan con las propias limitaciones del movimiento para actuar. Esta ponencia es una reflexión sobre algunos de estos desafíos, tensiones y equilibrios.

Martín Abregú, director del Centro de Estudios Legales y Sociales de la Argentina (CELS), una de las organizaciones pioneras en derechos humanos de la región, resumió con certeza la tensión entre temas actuales y pasados de derechos humanos en un seminario sobre el nuevo programa de derechos humanos para América Latina. “¿Cómo podemos seguir haciendo lo mismo,” preguntó, “sin seguir haciendo lo mismo?”

Evidentemente mucho ha cambiado desde que el movimiento de derechos humanos se convirtió en un actor decisivo en la política latinoamericana. La mayoría de los países de la región estaban gobernados por dictaduras militares, y las violaciones sistemáticas de derechos humanos (desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, tortura, detención arbitraria) eran la norma. En la actualidad, aunque las instituciones democráticas son frágiles y a menudo ineficaces, gobiernos elegidos rigen en la región (con la excepción de Cuba y anteriormente en el Perú y México, donde existe el continuo y complejo problema de un proceso electoral obviamente fraudulento). Y si bien es cierto que las violaciones a los derechos humanos continúan en toda la región y que, en algunos países, como Colombia y México, están aumentando, en la mayoría de los países esto no es el resultado de una política sistemática estatal como lo fue en el pasado.

Lo que es más, todos los países centro y sudamericanos han firmado el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los documentos internacionales de derechos humanos más importantes que tratan sobre los derechos políticos y civiles. “Aunque sería una exageración afirmar que la Comisión de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han forzado a los gobiernos del hemisferio a dar fin a la violación sistemática de los derechos humanos,” señala George Vickers, director de la Oficina de Washington sobre América Latina (WOLA), “estas instituciones multilaterales y regionales han jugado un papel importante en atraer la atención y crítica internacional hacia la denuncia de dichas violaciones.”

Sin embargo, a pesar de estos hechos positivos y de algunos logros importantes, las violaciones de los derechos a la vida y a libertades básicas persisten, y los responsables de dichos abusos gozan de casi total impunidad. El acceso a la justicia sigue siendo desigual por razones económicas y políticas, y la discriminación cultural y social es extensa. América Latina es la región más desigual del mundo, lo que significa que la mayoría de la población carece de las oportunidades básicas para llevar una vida digna.

Al mismo tiempo, mientras muchos de los problemas que el movimiento latinoamericano de derechos humanos enfrentó en los 60 y 70 han sido resueltos y se han cerrado muchos capítulos, en muchos casos la manera en la cual fueron resueltos no contribuyó a sanar las heridas del pasado o ha establecer las bases para una reconciliación nacional. En efecto, la búsqueda de formas de lidiar con los legados de la dictadura y la guerra interna, es una tarea aún pendiente en gran parte de la región, una tarea que no sólo la justicia y la ética reclaman, sino también la necesidad de asegurar que tales crímenes no se repitan.

El tema de la impunidad es el ejemplo más apremiante. Las dictaduras llegaron a un fin, pero gran parte del legado de los gobiernos represivos permanece aún, y las consecuencias de esto a menudo pueden brotar de manera inesperada. En Argentina, por ejemplo, diez años después de la aprobación de una serie de leyes que otorgaron impunidad a violadores de derechos humanos, surgió una nueva ola de indignación y activismo judicial en relación al destino aún desconocido de los hijos de las víctimas de la represión de los años 70. En Chile, impulsados en parte por el arresto en Londres del General Augusto Pinochet, los derechos humanos y la impunidad se han convertido una vez más en temas principales. La cuestión de la impunidad también llegó a primera plana en el Perú, y se convirtió en un elemento clave en la denuncia del carácter fundamentalmente antidemocrático del gobierno de Fujimori. Y en Guatemala, el riesgo de no castigar a los responsables de los crímenes del pasado quedó demostrado con el asesinato de Monseñor Juan Gerardi, 48 horas después de que hiciera público un informe crítico sobre derechos humanos, y con la amplia ola de criminalidad.

Dada la historia del movimiento latinoamericano de derechos humanos, es tal vez normal que se dedique a temas relacionados con las violaciones de derechos humanos del pasado. Pero es imposible tratar problemas del pasado sin tomar en cuenta los del presente. El reto no es dejar esos problemas atrás y “olvidarlos”, sino el ligarlos a las preocupaciones de hoy. Esto es precisamente lo que muchos grupos de derechos humanos están intentando hacer mediante campañas de educación pública que hacen la conexión entre la impunidad que rodea a las pasadas violaciones de derechos humanos y el clima generalizado de impunidad que esto tiende a crear, donde la corrupción y otros crímenes pueden florecer. En Perú, por ejemplo, los grupos de derechos humanos alegaban que era imposible ocuparse adecuadamente de la evasión fiscal o inducir a los conductores a respetar las reglas básicas de tránsito, ya que la gente percibía que el anterior gobierno no respeta la Constitución, y que cuando violaba la ley, nada ocurría.

Otro tema clave que el movimiento latinoamericano de derechos humanos enfrenta es la cuestión de los derechos sociales, económicos y culturales y cómo vincular la lucha por estos derechos con los derechos civiles y políticos. No hace falta subrayar la importancia de los derechos sociales, económicos y culturales y la prioridad que debemos poner en ellos. El punto que quisiera resaltar aquí tiene que ver con las contradicciones que surgen en las luchas diarias para implementar esos derechos en países pobres con desigualdades extremas y tradiciones democráticas débiles, como es el caso en América Latina.

Dos líneas opuestas de razonamiento que conducen a prácticas políticas similares ofrecen fuertes razones para analizar este tema desde una perspectiva de derechos humanos. Una perspectiva que apoyan políticos conservadores, empresarios, tecnócratas internacionales y algunos sectores de las fuerzas armadas plantea que no es posible realizar avances en los derechos económicos, sociales y culturales dadas las restricciones de la democracia moderna. Según este razonamiento, políticos irresponsables que sólo tienen la mira hacia la próxima campaña electoral socavan programas económicos sensatos, que muchas veces toman años en producir resultados, con medidas populistas diseñadas para mantenerse en el poder. Hay que sacrificar los derechos sociales y económicos ahora para que eventualmente, con la aplicación “correcta” de medidas económicas neo-liberales, todos saquen provecho. Después de todo, ¿cómo es que los inversionistas nacionales o extranjeros han de confiar en tener su dinero en países llenos de sindicatos poderosos listos para llamar a huelga? Debates interminables en el Congreso, normas constitucionales y hasta decisiones judiciales imponen límites reales a implementación de medidas económicas que se necesitan con urgencia. Resultados económicos consistentes, lo único que asegurará los derechos sociales, económicos y culturales de la población, serán difíciles de obtener si se cambia de Presidente y política cada cuatro o cinco años. En resumen, este punto de vista ve a la democracia y a los derechos civiles como el privilegio de países ricos, mientras que en países pobres como los de América Latina, esos derechos deben ser postergados hasta que se alcance un nivel básico de desarrollo.

Otra línea de razonamiento, expresada a menudo por activistas de derechos humanos, líderes de movimientos de base, políticos de izquierda y sectores reformistas dentro de las fuerzas armadas, plantea que la democracia y los derechos civiles y políticos tienen poca importancia cuando la mayoría de la población vive en la pobreza extrema. El estado de derecho y las instituciones democráticas significan poco para una población que vive al borde de la inanición. ¿Por qué debemos desperdiciar nuestras energías luchando por la democracia, si no puede poner fin a la injusticia social? Las elecciones, parlamentos y otros aspectos formales de la democracia tienen poca importancia si los políticos no hacen nada por los problemas reales de la gente. Los partidarios de este punto de vista creen que es una hipocresía que los países desarrollados elogien las democracias latinoamericanas mientras imponen políticas económicas que aumentan el sufrimiento y exclusión de millones de personas. En resumen, tiene poco sentido preocuparse por la “democracia formal” cuando deberíamos estar esforzándonos para lograr la “democracia real”, entendida como el acceso igualitario a derechos económicos, sociales y culturales básicos para la mayoría de la población.

La paradoja es que a pesar de las diferentes—o incluso opuestas—motivaciones, ambas líneas de razonamiento pueden llevar a aceptar la idea de que la democracia no es una preocupación que pueda o deba ser tratada en el presente. En otras palabras, ambos argumentos pueden conducir a la conclusión de que los países pobres deberían esperar y tratar la cuestión de la democracia sólo cuando las condiciones económicas mejoren o cuando las desigualdades disminuyan.

Estos tipos de temas están cada vez más en el centro de los debates políticos en América Latina, y presentan un dilema grave para la comunidad de derechos humanos. Primero está la cuestión de cómo y si se pueden inventar, tanto en teoría como en práctica, estrategias y programas creativos basados en el concepto de la indivisibilidad de los derechos humanos. Relacionado a esto está el desafío de convencer a la mayoría de las personas que el mejor ambiente político para luchar por derechos económicos, sociales y culturales es aquel donde los derechos civiles y políticos se respetan y viceversa.

En la última década, la violencia y el crimen han surgido como problemas aparentemente sin solución en América Latina. El Salvador, por ejemplo, con un promedio aproximado de 120 homicidios por 100.000 habitantes, tiene la tasa de homicidios más alta del mundo. La cifra es aún más alta en ciudades colombianas como Medellín, y en el país en general, un promedio de 30.000 personas son asesinadas cada año. El homicidio no es el único problema: ha habido un incremento dramático en robos y asaltos, y pandillas juveniles, bandas de secuestradores y narcotraficantes aterrorizan A muchas ciudades de la región. En Guatemala y Jamaica, por ejemplo, el crimen ha llegado a tales niveles que es normalmente considerado el principal problema social, incluso por encima de la pobreza o la desigualdad. La situación es parecida en países tan diversos en niveles de desarrollo socioeconómico como Brasil, Venezuela, México, Haití y Nicaragua. Y aún en países con los niveles más bajos de criminalidad en la región, como Bolivia y Chile, la percepción general es una de peligro en aumento. El impacto de esta ola de criminalidad sobre los derechos humanos es notable. La legislación anticrimen y las políticas diseñadas para enfrentar el crimen muchas veces no cumplen con las normas internacionales sobre el debido procedimiento legal o la responsabilidad policial. Medidas de “mano dura” a menudo conducen al abuso policial y la impunidad sigue siendo un problema serio. Ante lo que se percibe como la ineficacia policial en algunos países, las fuerzas armadas han sido puestas a cargo de la seguridad interna. La ineficiencia policial ha llevado a una epidemia de “vigilantismo”, donde la gente común y corriente toma la “justicia” en sus propias manos mediante linchamientos y el auge de escuadrones de la muerte de “limpieza social”. En este contexto, nuevas formas de discriminación son cada vez más evidentes, sobre todo en términos de represión policial y prácticas de sentencias discriminatorias según la edad, raza y condición socioeconómica.

Pero mientras la naturaleza del problema es evidente, es extremadamente complejo tratarlo desde una perspectiva de derechos humanos. En efecto, el tema del crimen nos presenta con un aparente conflicto de derechos. Por un lado, los derechos civiles y políticos aseguran que los ciudadanos estarán protegidos de abusos del estado y garantizan al acusado igualdad de acceso a un debido procedimiento legal y a un juicio justo. Por otro lado, los ciudadanos tienen el derecho de vivir en un ambiente seguro que proteja sus vidas y su propiedad de la agresión de otros. Para simplificar el problema aún más, un número creciente de personas en América Latina creen que la primera categoría de derechos (civiles y políticos) deberían sacrificarse, si fuera necesario, para garantizar los otros derechos. En otras palabras, los derechos de presuntos criminales a ser tratados con justicia por el estado, incluyendo la libertad contra la violencia física y el debido procedimiento legal, pueden sacrificarse para asegurar el orden en favor de la mayoría.

Sería difícil, por ejemplo, pedir al padre de una niña adolescente de un barrio de bajos ingresos que ha sido violada y asesinada que reflexione sobre las causas sociales, económicas y culturales que llevaron a los autores a cometer un acto tan brutal. Es comprensible que los padres de otros adolescentes que oyeron sobre semejante hecho apoyen a líderes y políticos que prometen medidas de “mano dura” y que afirman que si se les diera la oportunidad, ellos podrían resolver tales problemas de inmediato aun si tales propuestas son evidentemente inconsistentes y puedan empeorar la situación. La tarea para los defensores de los derechos humanos es convencer al padre, en este caso, que su apoyo a medidas de “mano dura” podría estar causando, sin querer, las condiciones para que su hijo (que por ser joven, hombre y pobre es considerado “sospechoso” por definición) sea detenido arbitrariamente o, en casos extremos, desaparecido.

Esto representa un terrible dilema para la comunidad de derechos humanos: cómo seguir defendiendo los derechos humanos sin perder el respaldo del “buen ciudadano” quien puede percibirnos como protectores de criminales en vez de defensores de las víctimas. No hay respuestas fáciles para esta pregunta, pero la continua lucha para sostener la legitimidad de la comunidad de derechos humanos en la región girará en torno a este difícil tema.

Estos nuevos y complejos retos que enfrenta la comunidad latinoamericana de derechos humanos hoy en día podrían conducir casi lógicamente a un deseo de asumir luchas nuevas y más diversas. Esta tendencia se ve reforzada con el argumento por la universalidad: Dado que los derechos humanos son universales e indivisibles, la comunidad de derechos humanos no debería dividirlos y enfocarse en un solo aspecto, es decir, los derechos civiles y políticos. Otro argumento que respalda la necesidad de ampliar nuestra labor es que para la mayoría de la población, las violaciones de los derechos civiles y políticos no son tan relevantes ni tan frecuentes como los abusos de los derechos económicos, sociales y culturales.

Estas son razones impecables en teoría, pero en la práctica surgen muchas interrogantes. ¿Hasta qué punto deberían extender sus horizontes y el alcance de sus acciones los organizaciones de derechos humanos existentes? ¿Qué es lo que estos grupos saben hacer, y cuáles son los límites de su mandato, si los hay? ¿Cuán lejos puede extenderse su alcance en otros campos, y hasta qué punto arriesgan invadir el terreno de otras organizaciones?

Martín Abregú ha hablado de la necesidad de “construir un movimiento de derechos humanos que trascienda a sus fundadores y que mantenga esa legitimidad de origen”. Hay por lo menos tres dificultades para lograr esta meta, según Abregú. Primero, es necesario identificar el lugar propio del trabajo en derechos humanos y qué es lo que lo distingue de la labor de los sindicatos, partidos políticos, iglesias y otras organizaciones de la sociedad civil. Segundo, es importante determinar cómo mantener el carácter radical de la misión del movimiento mientras intenta ser percibido como un interlocutor válido ante el estado. Esto es importante porque, con el advenimiento de gobiernos elegidos y las subsiguientes aperturas de (algunos) espacios políticos, los grupos de derechos humanos tienen nuevas oportunidades para promover sus programas. Finalmente, está la cuestión de la representatividad. Debemos recordar que el movimiento representó originalmente a las víctimas del terrorismo de estado. Pero hoy, dice Abregú, no es necesario que el movimiento represente a nadie para promover y defender los derechos humanos, porque ese es el derecho, y responsabilidad, de todos los ciudadanos.

El movimiento de derechos humanos en América Latina está en medio de un proceso de redefinición respecto a todos estos temas. Este esfuerzo por definir claramente el mandato en derechos humanos surge del consenso de que estamos viviendo en un período de cambios dramáticos donde se cuestionan todas las verdades. Pero el consenso termina allí; de allí en adelante hay ideas muy distintas respecto a cómo y hasta qué punto el mandato “histórico” de la comunidad de derechos humanos debería ser ampliado o restringido. Dos principales riesgos surgen de este dilema que pueden entenderse más fácilmente si se simplifican las dos posibilidades extremas. Por un lado, hay una indiferencia absoluta hacia cualquier tipo de cambio y la obstinación en siempre hacer lo mismo, sin importar cuanto cambie la realidad. Por otro lado, está el riesgo de pensar que podemos intervenir en todos los campos y en todos los momentos porque los derechos humanos son indivisibles y universales. La respuesta debe venir de una búsqueda inteligente del equilibrio entre estos dos polos extremos.

En la búsqueda de este equilibrio, es necesario definir claramente las metas del movimiento y procurar la legitimidad y la eficacia. Vivimos en una etapa histórica muy especial que plantea desafíos a la lucha por los derechos humanos. Vivimos en un “nuevo orden mundial” donde los derechos humanos, como filosofía y como manera de ver el mundo, han dejado de ser marginales y estigmatizados y han pasado a ser, como dirían los estadounidenses, “políticamente correctos”. En algunas partes del mundo, los activistas de derechos humanos hablan hasta del peligro de que los derechos humanos se vuelvan la “ideología oficial”. (¡En Perú y en América Latina en general, añoramos tener ese tipo de dificultades!) Junto a este reconocimiento general de la importancia de los derechos humanos existe un contexto donde la lucha por los derechos humanos quizás no sea más riesgosa o más difícil que antes, pero sí más compleja. A medida que las amenazas y peligros se vuelven menos obvios y menos definidos, es más difícil luchar contra ellos y construir la legitimidad del movimiento de derechos humanos en base a las acciones llevadas a cabo en el proceso.

De allí el vínculo entre la legitimidad y la eficacia. El movimiento de derechos humanos debe ser efectivo, pero desde una perspectiva de derechos humanos. Entendido así, la legitimidad y la eficacia sólo pueden adquirirse manteniendo una crítica radical para con el poder, en combinación con la capacidad de contribuir a soluciones concretas a problemas inmediatos que la gente enfrenta a diario. Es decir, tenemos que buscar la forma de construir un vínculo entre los temas de derechos humanos típicamente ubicados en la esfera privada (como la violencia doméstica) con debates más grandes sobre el poder y la responsabilidad en la esfera pública. En este sentido, el movimiento de derechos humanos tiene que estar dispuesto a desafiar los temores de la gente y la sabiduría convencional sin perder su apoyo, y aprender a aprovechar sus percepciones intuitivas. Tenemos que determinar cómo explicar al padre de la víctima de violación que una perspectiva de derechos humanos (la defensa del debido procedimiento legal, por ejemplo) es el mejor camino a seguir aún en tan dramática y dolorosa situación. Al final de cuentas, si no se vincula legitimidad y eficacia, la crítica radical del status quo del movimiento de derechos humanos tendrá poco sentido para el ciudadano común.

El equilibrista debe ser muy bueno en su arte. Y aunque la posibilidad de perder el equilibrio está siempre presente, la causa—la lucha por la dignidad humana—es un poderoso estímulo para seguir caminando por la cuerda floja.

BIBLIOGRAFIA.

1)      Abregú Martín, Coloquio Internacional, "En Camino al Siglo XXI: Desafíos y estrategias de la comunidad latinoamericana de derechos humanos."    

2)      Abregú Martín, Coloquio Internacional, "50 Años Después…¿Y ahora qué?" Organizado por Diakonia, 6-8 de noviembre de 1998.

3)      Basombrio Carlos, "Crime: A Latin American Challenge for Human Rights," Human Rights Dialogue (Carnegie Council on Ethics and International Affairs), Vol. 2, No. 1 (Winter 2000).

4)      Instituto de Defensa Legal. Organización de Derechos humanos sin fines de lucro. Lima, Perú.

5)      Jara Ernesto de la, Coloquio Internacional, "En Camino al Siglo XXI: Desafíos y estrategias de la comunidad latinoamericana de derechos humanos," Organizado por la Oficina de Washington en Latino América (WOLA) y el Instituto de Defensa Legal (IDL), Lima, 23-24 de junio de 1999.

6)      Vickers George, Coloquio Internacional, "En Camino al Siglo XXI: Desafíos y estrategias de la comunidad latinoamericana de derechos humanos."


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