CONGRESO VIRTUAL 2000

DISPOSITIVOS SIMBOLICOS E IDENTIDADES POLITICAS EN VENEZUELA

Antropólogo Nelson Acosta Espinosa
Unidad de Antropología Política
Centro de Estudios de las Américas y el Caribe (CELAC)
Universidad de Carabobo
Valencia, Edo. Carabobo
Venezuela
E-mail: nacosta@postgrado.uc.edu.ve

RESUMEN

El tema de la crisis se ha impuesto con fuerza tópica en nuestra cotidianidad política. Se supone que ésta es producto de la exacerbación de las demandas sociales sobre las instituciones gubernamentales, cuya sobrecarga genera una situación de ingobernabilidad. Preocupa que los diagnósticos que se hacen sobre el particular tiendan a obliterar la dimensión simbólica que interviene en la formación de la identidad de los actores colectivos. Postulamos que la crisis que confronta la sociedad venezolana debe ser analizada además, en términos de los desplazamientos y reacomodos a que han sido sometidos sus dispositivos simbólicos. Esta vertiente de análisis, de inspiración antropológica, privilegia la dimensión discursiva e intenta despejar pistas que faciliten la indagación sobre la constitución de nuestra modernidad política y cultural.

Palabras claves: dispositivo simbólico, identidades políticas, sujeto, crisis

SYMBOLIC DEVICES AND VENEZUELAN POLITICAL IDENTITIES

ABSTRACT

The theme of a crisis has been imposed with unsually strenght in our daily politics. Its suppose that it is a product of the exacerbation of the social demands over the state institutions. These overload of demands generated a situation wich can be charactarized by the concept of ungovernability. This diagnosis, however, tend to over pass the symbolic dimention from which the social actors obtain their identities. On the other hand, we postulate that the crisis which confront the venezuelan society can be conceptualized, likewise, in terms of the changes which have been taken place on the symbolic devices which provides meanigns to political activities. This approach, of anthropological orientation, gives privilege to the discourse level and intend, in this sense, to provide a more comprehensive understanding of our political and cultural modernity.

Key words: symbolic devices, crisis, political identities, subject

I

En los últimos años la controversia política en Venezuela se ha expresado en términos de escogencia entre extremos excluyentes. Me refiero a cierto dispositivo que intenta colocar al debate político frente a la disyuntiva de optar entre la democracia en tanto bien deseable o la democracia vista únicamente como un régimen político gobernable. Este “desideratum”, en el fondo, cuestiona la racionalidad sobre la cual la democracia venezolana se ha constituido históricamente. Se presume que nuestra democracia carece de recursos internos de gobernabilidad y esta situación conduce a una crisis generalizada en nuestra sociedad. Esto pudiera abrir la compuerta a una salida autoritaria que se presente como única portadora del orden general.

En el plano teórico esta controversia se engarza con las conclusiones de la Comisión Trilateral sobre los problemas del desarrollo que confrontan países como Estado Unidos, Europa Occidental, Japón; y con ese complejo fenómeno cultural y político al que se ha dado en denominar “neoconservadurismo”. El informe de esta Comisión y los pensadores neo-conservadores concluyen en que la crisis de los regímenes políticos occidentales se debe a un exceso de democracia. Entendida así, la crisis en estos países conduce inevitablemente a una situación de “ingobernabilidad de sus sociedades”. Desde este punto de vista, el mayor peligro para una comunidad democrática, es la sobre excitación anárquica del principio de antodeterminación. Tal sobre excitación conduce a la ingobernabilidad y, por tanto, a las crisis actuales(Cortina, 1990).

En el caso específico de la sociedad venezolana pareciera que estamos en presencia de la conformación de un nuevo dispositivo cultural que predica sobre la constitución de nuevos actores con capacidad para generar y establecer un pacto institucional que proporcione sustentabilidad a una democracia en ciernes. Escrutar sobre la direccionalidad política de este nuevo pacto institucional implica preguntarse sobre la génesis de estos actores políticos, e individualizar los factores que intervienen en la conformación de sus identidades. En fin, conocer sobre la cultura política que proporciona el “libreto” que reconocerán y representarán estos actores.

Desde el punto de vista de la antropología política, esta nueva situación no puede ser aprehendida exclusivamente a partir de un análisis unidimensional, basado en la consideración exclusiva de las relaciones de fuerza entre diversos actores. La actividad política no debe ser considerada solamente como un juego estratégico en donde los jugadores despliegan sus lógicas sobre un tablero institucional previamente constituido. Es imprescindible añadir la dimensión simbólica como variable constitutiva de los actores y su cultura política.

II

Cultura no es “ ni culto ni usanza, sino que son las estructuras de significación en virtud de las cuales los hombres dan forma a su experiencia; y política no es aquí golpes de estado ni constituciones, sino que es uno de los principales escenarios en que se desenvuelven públicamente dichas estructuras” (Geertz, 1973: 262). Esta concepción de la cultura tiene la virtud, por un lado, de servir de campo de confluencia con otras disciplinas o tendencias de las ciencias humanas - lingüística, semiótica, estudios comunicacionales - y, por el otro, aflojar la amarra filosófica heredada de la ilustración que postulaba una naturaleza humana uniforme, constante e independiente del tiempo, del lugar y de las circunstancias.. En suma, entendemos por cultura el ámbito de la producción, circulación y consumo de significaciones. Alcanzar la condición humana es alcanzar la condición de individuo. Llegamos a ser individuos gracias a la guía que nos proporcionan los esquemas culturales, en tanto sistemas de significación históricamente creados .

La transdiciplinariedad es el rasgo más significativo de los nuevos desarrollos en el ámbito de las ciencias humanas. La “desterritorialización” de los saberes facilitan una reconversión de los conceptos que posibilitan lecturas más flexibles y plurales que las que se llevan a cabo desde los nichos académicos tradicionales. Un ejemplo lo proporciona la convergencia de líneas de reflexión desde la lingüística, el psicoanálisis, la semiología y la antropología. Esta convergencia posibilita, por ejemplo, la identificación de dispositivos simbólicos (Deleuze: 1990) que en un mismo movimiento agencian formas de ver y cegar, hablar y silenciar. Pertenecemos a ciertos dispositivos (griego, cristiano, moderno, etc.) y actuamos en términos de sus dictados. Todo dispositivo despliega líneas de subjetivación que marca la diferencia entre nosotros y los otros (1). La contemporaneidad histórica latinoamericana puede analizarse a partir de las líneas de subjetivización que dieron lugar a una relación conflictiva con el otro; sustentada en la negación cultural del indio, negro, mestizo, campesino, marginal, etc. Esta dialéctica de exclusión del otro (Calderon: 1993) se remonta al fenómeno de la conquista, evangelización y se perpetúa a través de la diferenciación entre el lugar del logos y el lugar del rito. El “otro” adquiere su identidad en el rito. El logos, como dominio de la razón, es el ámbito del blanco, del occidental; la voz del progreso(Calderon: 1993)).

El auge de la lingüística ha permitido desarrollar nuevas líneas de comprensión del campo de lo simbólico. El estudio del lenguaje ha tomado dos vías de desarrollo. Por un lado, tenemos la lingüística sincrónica, cuyo objetivo es el conocimiento de la dinámica interna del lenguaje. Esta línea de investigación permite conceptualizar el acto del habla como lenguaje. Es decir, un sistema específico que posee sus propias leyes de funcionamiento. Esta comprensión se ha extendido hacia otras prácticas sociales que pueden se abordadas como lenguajes. Este es el caso de la antropología estructural. Por el otro, tenemos un desarrollo basado en el supuesto que todas las prácticas sociales pueden ser analizadas en tanto sistemas de significación; como circuitos de intercambios de significación entre sujetos. La semiología asume este proyecto de aprehender lo social como sistema de significación. Los contenidos - imágenes, gestos, sonidos musicales, objetos - de los rituales y entretenimientos públicos son conceptualizados como sistemas de significación. Estas prácticas cotidianas (vestir, comer, entretenerse, etc.) son resignificadas por otros sistemas, conocidos con el nombre de mitos (Barthes: 1975). Los mitos son formas de representación que naturalizan ciertos significados y estados de la realidad en función de determinados núcleos de poder.

Roland Barthes explica la dinámica interactiva de dos sistemas de significación a través del famoso ejemplo de la portada de una revista ilustrada con la foto de un soldado negro saludando a la bandera francesa. En un primer nivel esta imagen denota un significado unívoco: un soldado negro saludando la bandera francesa. Sin embargo este significado es invadido por un segundo sistema de significación, el connotativo. La imagen connota, a través de un dispositivo cultural sesgado por el colonialismo, militarismo, nacionalismo, y una situación histórica específica -la guerra de independencia de Argelia-, que el colonialismo es correcto. Su legitimidad se desprende del hecho que soldados de color están dispuestos a defender este orden a costa de sus propias vidas.

La metáfora lingüística permite observar lo social como un texto infinito. Un texto que al igual que el manto de Penélope, se trenza y destrenza constantemente. En él se ubican nichos de poder y de regulación alrededor de los cuales se enfrentan sujetos, identidades, códigos, interpelaciones, significados. Textualidad que puede cegar o develar determinadas identidades.; potenciar formas de ver y hablar; hornacinas donde se ubican gramáticas unívocas o equívocas que proporcionan sentido a lo realmente existente

III

Esbocemos algunas conjeturas acerca de como intervienen los dispositivos simbólicos en los procesos de formación de actores y culturas políticas. En principio, postulamos que en la configuración del poder político, tanto a nivel macro como micro y cotidiano, intervienen discursos que enuncian propuestas del “buen orden”. En este sentido el escenario de lo político es concebido como un campo de lucha entre diferentes principios de subjetivización que buscan hegemonizar política y culturalmente una sociedad .

Una aproximación al hecho político en estos términos resulta incompatible con una concepción de los individuos o actores colectivos como subjectum, es decir, la identificación del sujeto y el yo. En este sentido la antropología política es solidaria de la crítica postmodernista a la presunta “razón total” de la modernidad. En el plano filosófico Nietzsche, Freud, Marx, Wittgestein, Heidegger, Foucualt, han disputado desde sus respectivas perspectivas, la validez teórica de la conciencia o del individuo como punto de partida absoluto al extremo de proclamar sucesivas defunciones del sujeto. Tal como la ha expresado la filósofa española Victoria Camps, la única objetividad reconocida hoy es la intersubjetividad. La verdad sólo reside en el acuerdo (2). Y dependemos para ello absolutamente del lenguaje heredado de otras culturas y otros tiempos (Camps:1993).

Los trabajos de Wittgestein socavan la idea según la cual, el sujeto con sus experiencias e intenciones, es la fuente del significado. Para este autor lo primordial es poner en claro la relación del significado encarnada en los juegos del lenguaje y no considerar al sujeto como autor de sus intenciones de sentido.

Uno de los avances significativos de la aproximación a la política en términos del concepto de dispositivo simbólico, ha sido por un lado , romper con la concepción del sujeto como entidad originaria, constitutiva y trascendental; y por el otro, postular la idea del sujeto como resultante de prácticas discursivas antagónicas. Si admitimos la idea de un sujeto trascendental, ahistórico, que se expresa independientemente de las condiciones históricas específicas, tendríamos que concebir los acontecimientos políticos como modalidades o manifestaciónes de un “algo” pre -existente (naturaleza humana, intereses de clase, etc. ); es decir, no habría producción de sujeto. Por el contrario, la política debe ser concebida como la producción de identidades estables en el tiempo en cuyo escenario se desenvuelven públicamente los dispositivos simbólicos a partir de los cuales los hombres dan forma y sentido a sus experiencias.

La caracterización anterior plantea algunas interrogantes y exige ciertas precisiones de carácter teórico. El concepto de práctica significante evoca la idea de producción de sujetos o identidades. Las formas de significación descritas por Freud (condensación y desplazamiento) muestran la función activa de los significantes en la producción de sentido. La generación de sentido debe verse como el resultado de la articulación de una cadena de significantes a un significado específico. La articulación entre un significante y un significado es el resultado de un proceso productivo (3). Es así, como podemos definir al discurso como la producción social de sentido; lo que equivale a señalar que toda práctica social es discursiva en tanto productora de sentido. Diferentes prácticas sociales dan lugar a diferentes sentidos que pueden ser articulados en formas distintas. Los sujetos se constituyen en el interior de estas constelaciones de significados. De esta constitución de sujetos trata la lucha política. De articular y/o desarticular diferentes significados en torno a invocaciones contrapuestas ( Eje. principio liberal vs. democrático).

La eficacia hegemónica (4) de una propuesta política se mide por su capacidad de desarticular la formación discursiva adversaria y absorber las interpelaciones que ésta contiene en otra matriz discursiva, en otra problemática. El discurso, señala Michael Foucault...” es una serie de segmentos discontinuos cuya función táctica no es uniforme ni estable. Más precisamente, no hay que imaginar el universo del discurso dividido entre el discurso aceptado y el discurso excluido o entre el discurso dominante y el dominado, sino como una multiplicidad de elementos discursivos que pueden actuar en estrategias diferentes. Tal distribución es lo que hay que restituir, con lo que acarrea de cosas dichas y cosas ocultas, de enunciaciones requeridas y prohibidas, con lo que supone de variantes y efectos diferentes según quien hable, su posición de poder, el contexto institucional en que se halle colocado, con lo que trae también de desplazamientos y reutilizaciones de fórmulas idénticas para objetivos opuestos” (Foucualt: 1977: 12). Cuando definimos la política como la producción de identidades estables en el tiempo, estamos afirmando la existencia de distintos principios de subjetivizacion a través de los cuales se reconocen ciertas identidades, se alteran otras y se estigmatizan las no deseables.

Los bienes que son deseables y reconocidos por una sociedad son dibujados en esta lucha por la producción de sentido. Este conflicto por alcanzar la hegemonía política , cultural y, de esta manera, proporcionar sustentabilidad discursiva al “buen orden” reconocido por la sociedad no es una confrontación entre paradigmas cerrados. Por el contrario, esta lucha se despliega, por así decirlo, en un plano medio y opera exitosamente cuando uno de los contendiente logra desarticular y absorber las interpelaciones del adversario. Un ejemplo a través del cual pudiéramos ilustrar lo antes señalado, lo podemos observar en la lucha por articular el significante pueblo, a invocaciones políticas contrapuestas: democracia vs liberalismo. Para la primera, la fuente de legitimidad de los gobiernos reside en el consenso y participación de las masas. Para la segunda, la legitimidad reposa en la adhesión de las masas a élites dotadas de ciertos atributos. Cada una de estas opciones proporciona un diagnóstico distinto a la crisis que han venido padeciendo las democracias occidentales. El discurso democrático diagnostica esta crisis como resultado de un déficit en la realización de bienes deseables, tales como, la autodeterminación y la igualdad. Por el contrario, el discurso liberal endosa estas crisis a una “sobreexitación anárquica” del principio de autodeterminación que conduce irreparablemente a una situación de ingobernabilidad. En ambas opciones el destinatario es el mismo, el pueblo; pero interpelado, vale decir, nombrado en forma distinta.

En América Latina ha prevalecido una configuración discursiva que tiende a interpelar, en un mismo momento a distintos interlocutores. Esta configuración permite unificar bajo un único principio de dirección política universos culturales heterogéneos. Esta particularidad en la configuración discursiva es importante para el análisis de fenómenos políticos como el populismo así como para la comprensión del papel histórico que ha desempeñado el Estado en esta región.

En un sentido clásico alcanzar la condición moderna supone el protagonismo de la razón instrumental y la destrucción de los ámbitos culturales, sociales y políticos asociados con el concepto de lo tradicional. De ahí que los procesos de secularización de los campos culturales y la producción autoexpresiva y autoregulada de las prácticas simbólicas constituyan uno de los rasgos más sobresalientes de haber alcanzado esta condición civilizacional (Garcia: 1989). En algunos países latinoamericano a partir de la década de los cuarenta se impuso un modelo de modernidad que, a diferencia de la experiencia clásica, extrajo su legitimidad de la síntesis que operó entre los rasgos estrictamente modernos y los valores tradicionales asociados a la cultural popular. Esta condensación, social, cultural y política generò dispositivos simbólicos que proporcionaron sentido de propósito a estas sociedades hasta avanzada la segunda mitad del siglo XX. En este proceso de síntesis simbólica el Estado jugo un rol protagónico. Asumió, por un lado, la tarea de construir una economía moderna a través del modelo de desarrollo hacia adentro y, por el otro, procesó las demandas sociales, culturales y políticas de los sectores medios emergentes. Se alcanzaron logros significativos en materia de ciudadanía política (sufragio universal) y en el plano de la ciudadanía social (acceso a los derechos básicos). La política, en esta etapa, precedió a la economía.

En la década de los setenta este dispositivo empieza a vivir una situación de crisis. En estos años se pone en marcha una dinámica que socava la relación entre política y economía. Por un lado, la expansión de las iniciativas políticas entran en contradicción con la racionalidad económica y, por el otro, la instrumentación de la economía al exacerbar la polarización política, disminuye la capacidad reguladora del sistema político. Se inicia, entonces, una fase de descomposición de la síntesis cultural y simbólica que proporcionó legitimidad al modelo de modernidad. La política comienza a disociarse de la economía. Este distanciamiento, entre política y economía, es acentuado por dos situaciones entrelazadas: el proceso de globalización (internacionalización de los mercados) que añade grados de autonomía a la economía en su relación con el Estado; y la desintegración acelerada de las identidades políticas tradicionales. Estas circunstancias origina disonancias simbólicas que dificultan la construcción de un imaginario a través del cual los sujetos puedan “vivir” la espesura nacional de sus respectivos espacios.

IV

Movámonos hacia otro nivel de análisis. En el marco del contexto teórico que hemos delineado desarrollaremos algunas ideas en relación a la presencia del orden simbólico en dos momentos de la democracia venezolana

Las luchas que se desencadenaron a raíz de la muerte de Juan Vicente Gómez, tomaron cuerpo en el marco de un vacío histórico; es decir, no poseían antecedentes discursivos inmediatos a los cuales hacer referencia. No existía una tradición de luchas político partidistas que sirvieran de punto de partida para la elaboración de un nuevo discurso político. En sus veintisiete años de dominación, el régimen de Juan Vicente Gómez, suprimió toda expresión institucional de lucha. Venezuela- para expresarlo con las palabras del historiador Ramón J. Velásquez- era tierra arada en espera de siembra .

Así mismo cuando Acción Democrática accede por primera vez al gobierno de Venezuela, no se estaba en presencia del triunfo de una tendencia política con espesura histórica, ni de una operación de corte transformista(5), mediante la cual esta fuerza política lograba la colaboración de sectores dirigentes de la fuerzas adversaria. El golpe de Estado del 18 de Octubre de 1945 dio origen a un proceso de otro orden: la emergencia de un nuevo actos político.

La única materia prima disponible para la elaboración de un discurso con potencialidad hegemónica, es decir, con capacidad de transformar a su destinatario en interlocutor eran, entonces, las tradiciones populares. Es un hecho reconocido la relativa continuidad histórica de estas tradiciones y su capacidad de expresar resistencia a la opresión. Este “sentido común”, esta “moral popular” (Gramsci: 1978) condensan las tradiciones que expresa resistencia al principio general de dominación: el Estado. Desde luego, las tradiciones populares no constituyen una entidad homogénea; por su parte, la “moral popular” refleja tendencias conservadoras, refractarias al cambio. Es por ello que se hace necesario una reforma moral e intelectual para activar lo nacional popular como expresión de una “voluntad colectiva” enfrentada al sistema de dominación. En otras palabras, todo proyecto político es exitoso en la medida que articula los símbolos de lo nacional-popular. La producción del sujeto pueblo se logra a través de la activación de los elementos críticos existentes en el sentido común de las masas(Acosta: 1985).

Es indudable que Acción Democrática ejemplificó una manera de asumir y procesar la dimensión nacional popular (6). Por primera vez en la historia política del país un partido y un régimen político (1945-1948) asumían la dimensión popular en la constitución de los sujetos de acción colectiva. En otras palabras, reconocían derechos a las masas y le otorgaban, en consecuencia, un protagonismo sin precedentes en la vida política, cultural y social del país. La pragmática utilización de los aparatos de gobierno durante el trienio mostró una rica variedad de formas de atender las demandas populares, pero esto no fue solamente una práctica de carácter asistencialista; dio origen, igualmente, a una nueva identidad social y política. Acción Democrática en un mismo movimiento satisfizo la demanda popular democrática y otorgo al movimiento popular una inédita y unitaria imagen de sí mismo. Su discurso fue articulando los temas industrialistas, nacionalistas, distribucionistas, participacionistas y antiimperialistas que, en la etapa anterior, se hallaban disgregados y/o ausentes del discurso político positivista. Juan Bimba entra en el escenario político venezolano de mano de Acción Democrática. Este partido otorgó, por primera vez, un principio de identidad al sujeto pueblo. La producción de esta identidad, dentro de un nuevo dispositivo simbólico, lo hemos denominado en otros trabajos la adequidad.(Acosta:1985).

Con ese concepto identificamos la aparición de un nuevo dispositivo simbólico que, por un lado, sustituyó la maquinaria despótica sobre la cual asentó Juan Vicente Gómez su poder y, por el otro, dio respuesta a una urgencia histórica que se venia modelando en la sociedad venezolana: la necesidad de establecer mecanismos de carácter no particularistas que facilitaran la solución de los conflictos, permitiera el establecimiento de vínculos más estables entre los grupos sociales en pugna; así como procesar los nuevos antagonismos y contradicciones derivados de la crisis económica de los años treinta .

La adequidad, en tanto dispositivo simbólico, logró generar una cierta complementariedad entre las tendencias modernizantes de la sociedad venezolana, producto de su vínculo con los mercados mundiales y las tradiciones culturales que procesaban identidades de carácter comunitario. En este sentido, ese dispositivo proporcionó una relativa sustentabilidad y direccionalidad social, política y cultural al modelo de modernidad sobre el cual se intentó erigir la sociedad venezolana del siglo XX.

V

Los dispositivos simbólicos actúan como mecanismos de poder a través de los cuales se agencian las identidades culturales y políticas. Incluyen una heterogeneidad de componentes que comprenden discursos, estilos arquitectónicos, disposiciones legales, reglamentarias, administrativas, enunciados científicos, filosóficos. Entre estos componentes se produce una dinámica de intercambio de posiciones y la modificación de funciones que puede llevar a la creación de un nuevo régimen de enunciación(Deleuze: 1990). Todos los elementos constitutivos de un dispositivo pueden resignificarse y producir un nuevo campo de enunciación .”Lo que cuenta es la novedad del régimen, no la originalidad de la enunciación”(Deleuze:1990:159).

El concepto de régimen de enunciación resulta útil para entender el proceso de transformación que se esta operando en la cultura política de la Venezuela contemporánea. El campo de enunciación sobre el cual se ha desplegado la actividad política en Venezuela, pudiera definirse a partir de cuatro parámetros: establecimiento de un espacio institucional para la negociación de los conflictos; nacionalismo económico; distribucionismo e impulso a la industrialización. En este contexto el concepto de ciudadanía se restringe al ejercicio de los derechos políticos (sufragio universal), y la vinculación con el Estado, se lleva a cabo a través de la institución partidista y las corporaciones laborales. Un enunciado clave que condensa esta cultura política es la del consenso y el acuerdo. Según estos enunciados la estabilidad democrática sólo puede alcanzarse a través de un consenso cultural entre las élites o de la presencia de “reglas de juego” y mecanismos utilitarios que permitirán manejar el conflicto. De esa forma la actividad política, se traduce en un sistema de negociación permanente en el que las cúpulas de los partidos deben jugar el rol clave de servir de representantes de los diversos intereses particulares, sin estar atados a mandatos imperativos que limiten su margen de maniobra (Alvarez: 1996). De ahí el papel del Estado en tanto distribuidor de privilegios y generador de poderes ilimitados para las instituciones corporativas y partidistas.

Una cultura política se encuentra en ciernes. El papel protagónico lo desempeña el mercado y los parámetros que definen la contemporaneidad de este nuevo régimen de enunciación lo constituyen los procesos de globalización y descentralización. El mercado no es concebido únicamente como un mecanismo de asignación de recursos que establece leyes de juego iguales para todos y que educa en la práctica del calculo racional de costos y beneficios. Es también un dispositivo simbólico en torno al cual se espera producir un nuevo sistema de interpelaciones que rebautice a los hombres, produzca nuevas identidades y opere como mecanismo de reordenamiento de la sociedad. Los viejos sistemas de reconocimiento que operaban en términos colectivos comienzan a ser resignificados en clave individual. Se pasa de la temática de la justicia social a la de la libertad. La política tiende a des-socializarse y la sociedad a des-politizarse. En este nuevo dispositivo los mecanismos de poder se procesan bajo las formas de redes privadas de disciplinamiento. Las lógicas que proporcionaban sentido y coherencia a lo social comienzan a disolverse y dan paso a otras que alteran los principios de individualización que proporcionaban identidad a los sujetos políticos. Lo político- nacional comienza a ser “vivido”, precariamente, desde espacios específicos.

En el marco de este dispositivo, la crisis que confronta el estado venezolano es conceptualizada como de ingobernabilidad y de representación. En el primer caso, la génesis de la crisis es localizada en la exacerbación anárquica del principio de autodeterminación, sobrederterminada por el sistema de competencia entre partidos. La combinación de estos factores producen tal sobrecarga de demandas sobre el Estado que neutraliza su capacidad de responderlas en forma satisfactoria. Se propone, así, desviar hacia el mercado las reinvidicaciones consideradas como excesivas a través de operaciones de privatización, desestatitación y desregulación. Estas estrategias van acompañadas de una resignificación de la democracia: no hay formación pública de voluntad, que pueda servir como base de las decisiones públicas; éstas deben ser arrebatadas a la decisión democrática. La democracia como gobierno del pueblo, comienza a ser sustituida como gobierno querido por el pueblo.La actividad política es analizada en términos de merketing: los ciudadanos se comportan como consumidores, y los políticos como empresarios que compiten por el voto(Cortina:1990). El mito del homo oeconomicues explica la vida económica y política, y naturaliza relaciones de poder históricamente determinadas. Los mecanismos clásicos de representación, son sometidos, por un lado, a procesos de resignificación que ponen en duda su capacidad de construir, a partir de intereses particulares, una propuesta de buen orden extensible para toda la sociedad; y, por el otro, procesar las nuevas identidades que surgen en los espacios societales clásicos. De esa manera, le es asignado al mercado la representación de las necesidades y aspiraciones humanas, lo cual implica el desmantelamiento de los sistemas de burocracia pública y de la burocracia político social a través de los cuales la población canalizaba sus aspiraciones.

En fin, este dispositivo cultural genera un nuevo campo connotativo dentro del cual se procesan nuevas identidades políticas y se estigmatizan otras. Privatización, competitividad, globalización, descentralización, des-regulación, Estado mínimo, etc., constituyen algunos de los parámetros que definen el espacio donde opera este nuevo régimen de enunciación. Este nuevo horizonte de significación eleva a rango de superioridad valores como disciplina, autocontrol, comunitarismo, individualismo; valores éstos que se supone deben sustituir a los anclados en sistemas de reconocimientos (la adequidad) que se encontraban articulados connotativamente con las corporaciones y partidos políticos.

En la última década el país ha confrontado un conjunto de circunstancias económicas, sociales, institucionales, morales y políticas que han puesto en cuestión la esencia del sistema democrático que se instauró en el año 1958. Esta coyuntura se ha conceptualizado como crisis del sistema populista de conciliación de élites; que no es otra cosa, que la crisis de los modelos rentista, de representación, de conciliación y de canalización del conflicto (Kornblith: 1998). Este diagnostico, altamente descriptivo, se lleva acabo desde un cierto reduccionismo economicista que le otorga a la variable económica (ingreso petrolero) la condición explicativa de la crisis en otros ámbitos de la sociedad. Sin negar la importancia de esos análisis, se hace imprescindible incorporar a la discusión la dimensión simbólica, a fin de explicar de una forma mas comprehensiva la dinámica del sistema político venezolano.

El dispositivo simbólico que proporcionó direccionalidad discursiva a la modernidad política, social y cultural en Venezuela, es lo que se encuentra en crisis. La descomposición de su tinglado institucional, no es mas que la expresión fenoménica, por así decirlo, de este proceso de redefinición ha que está siendo sometido el modelo de modernidad populista sobre el cual se construyó la democracia venezolana.

En el campo de las identidades políticas esta crisis es vivida como de “producción”. Existe un desacoplamiento entre electores y partidos políticos. El sistema político vigente no “produce” electores, vale decir, identidades estables que soporten una relación fuerte y duradera entre votantes y partidos políticos. La estructura de significación de estas organizaciones es auto-referida; es decir, no tiene otra referencia que no sea ella misma. Los partidos políticos se han trasformado en un fin en si mismo. Por un lado, han perdido su capacidad de representar las nuevas escisiones existentes en el seno de la sociedad civil; y por el otro, de producir una nueva síntesis simbólica que proporcione direccionalidad discursiva a esta sociedad. Así se explica el desapego de los electores de las organizaciones políticas tradicionales.

En este escenario comienza a desplegarse una nueva dinámica social que beneficia aproximaciones desde lo no- político hacia lo político y desde lo político hacia lo no-político. Este doble desplazamiento favorece la constitución de un campo de confluencia simbólico (inestable, proclive a desplazamiento) donde pareciera ubicarse la clave del éxito electoral. Esta dinámica posee su tempo y ritmo; la cadencia la proporciona la cultura política en ciernes.

Es evidente que estamos en presencia de viejas y nuevas lógicas que luchan por alcanzar la hegemonía política, cultural y social en Venezuela. Esta heterogeneidad de sentidos en pugna predica sobre una característica sustantiva de nuestra sociedad: su hibridación cultural (García: 1989). El reconocimiento de esta condición estructural es, a nuestro juicio, indispensable para proporcionar sustentabilidad a un nuevo dispositivo que esté en capacidad de producir identidades estables y sortear la trampa del iluminismo político. El dispositivo que surja debe sintetizar, en el plano simbólico, las tendencias de homogenización y fragmentación, de inclusión y exclusión que se derivan de los procesos de globalización y descentralización. La gran pregunta que debemos hacernos, según Alain Touraine, es ¿podremos vivir juntos?

NOTAS

1) Samuel R. Huntington (1993) utiliza en forma implícita el concepto de dispositivo simbólico en su intento de explicación a los actuales conflictos entre naciones. Para este autor la fuente fundamental de conflictividad en el mundo es de carácter cultural. Vertientes civilizacionales ( occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo, la iberoamericana y la africana) proporcionan matrices identitarias distintas que en circunstancia históricas específicas entran en conflicto. El Choque de Civilizaciones y la Reconfiguración del Orden Mundial. Barcelona. Paidos. El profesor Reyes Mate (1991), por su parte, proporciona, desde una perspectiva filosófica, una línea de reflexión fructifera para “pensar” la dialéctica de la exclusión del otro.

2) Victoria Camps (1993) proporciona un análisis de la idea de autonomía en términos de libertad positiva y el significado del individualismo con sus respectivas paradojas.

3) Un ángulo fructífero de análisis pudiera ser lo que se ha denominado “teoría política del lenguaje”: el estudio del proceso de apropiación de los medios de enunciación (Barthes: 1971).

4) El concepto de hegemonía implica la organización de la sociedad bajo el liderazgo de una fuerza social específica (partido político, movimiento religioso, movimiento de masa, fuerzas armadas, etc) que logra articular las demandas políticas, culturales, económicas de una forma tal que la satisfacción de éstas están ligadas a la realización de los intereses de la fuerza social dirigente. Una acción hegemónica incluiría la totalidad de las prácticas políticas, culturales, etc., desplegadas por una fuerza social con pretensiones hegemónicas para articular sus propios intereses con el de otras fuerzas sociales(Acosta, 1886).

5) Este concepto fue de uso recurrente en la cultura política italiana del tiempo de Giolitti. Con el término de transformismo se describía el proceso a través del cual las llamadas izquierda y derecha “históricas” que emergieron del Risorgimiento, tendían a converger en un programa común, a tal punto que se borraban las diferencias entre estos dos grupos e indistintamente se reclutaban los miembros del gabinete de ambos bandos. El transformismo consiste, entonces, en neutralizar políticamente los nuevos grupos sociales a través de la captación de sus organizaciones políticas al bloque de poder. Este procedimiento funcionó exitosamente en Inglaterra con la democratización progresiva del régimen parlamentario; en la llamada “monarquía socialista” de Giolliti y en la revolución conservadora prusiana(Acosta, 1986).

6) La forma de narración del discurso político de Acción Democrática fue exitoso porque era susceptible de ser transferido al tejido social. El uso de un léxico de máximas, proverbios, tradiciones populares, etc. facilitaron la construcción de dispositivos narrativos que proporcionaron gran poder de credibilidad a este discurso político. El saber-escuchar del discurso adeco derivaba, precisamente, de las experiencias orales inmemoriables que se desprenden de las narraciones populares. Llegar a insertarlas dentro de una trama de enunciados políticos fue, sin duda, una de las grandes hazañas del populismo venezolano (Acosta 1985)

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